El TC o el Gobierno de los jueces

Article publicat a La Vanguàrdia, el dia 21 de desembre de 2022.

La misma mayoría conservadora que bloquea la renovación de la cúpula del Poder Judicial y del TC, acaba de paralizar la tramitación de una reforma legislativa por estimar que se irroga un daño irreparable a los diputados del PP que solicitaron unas medidas cautelarísimas, en el seno de  un recurso de amparo en que dicen que se ha vulnerado su derecho fundamental a ejercer su función representativa. La razón: haberse tramitado en el Congreso dos enmiendas para modificar las leyes del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, que no tienen conexión con la propuesta original, de reforma del Código Penal. No invocan, por tanto, que se les ha impedido intervenir en el procedimiento, claro está, además todavía falta el Senado, sino que se incumple el llamado dogma de la homogeneidad de las leyes, la coherencia de su contenido, algo paradójico en tiempos de leyes de acompañamiento y ómnibus de lo más variopinto.

Se trataba de un burdo pretexto. La maniobra pretendía, y así ha sido, no tanto suspender toda la iniciativa como las dos enmiendas incorporadas que iban a propiciar el relevo de los magistrados del TC con el mandato caducado y forzado a los vocales conservadores del Consejo a la renovación de dicho órgano. Se ha utilizado la justicia cautelar, extraña al proceder del TC, para atribuirse la capacidad de vetar suspensivamente una proposición de ley, sentando un fatal precedente. Y de paso, enviar un aviso: la mayoría conservadora desea que el TC mantenga un rol más político que jurídico, como ya se puso de relieve durante el intricado proceso catalán.

Porque, ciertamente, la creciente exacerbación del control constitucional sobre la actividad parlamentaria no es de ahora. Hace tiempo que en determinados sectores judiciales se ha impuesto la idea de que toda la actividad política, no solo la del Gobierno, debe ser fiscalizable para acabar con lo que consideran que son unas resistentes inmunidades. También, como se vio en Cataluña, hay quien considera necesario aprovechar la impar posición del TC dentro del sistema de división de poderes, para incidir en la dirección política del Estado, por la vía de atribuirse más jurisdicción con la excusa del contumaz incumplimiento de sus resoluciones.

Así, desde hace unos años viene tomando decisiones que interfieren en actos parlamentarios internos, por ello mismo no definitivos. Por ejemplo, atribuyendo a los miembros de las mesas la obligación de contrastar las iniciativas con sus mandatos o su doctrina anterior, confiriéndoles funciones de TC, y no de buzón. U otorgando valor jurídico a iniciativas meramente declarativas o de impulso político. O, en fin, abusando de las funciones de ejecución y de vigilancia de sus resoluciones, después de una reforma ad hoc de la Ley del TC de 2015, impulsada por el PP, para acudir incluso a la vía penal.

Las iniciativas afectadas lo son sobre la forma monárquica del Estado, la integridad territorial, o, como ahora, sobre la configuración de los órganos constitucionales. Pero hasta el TC había defendido siempre la presunción de constitucionalidad de los actos del Parlamento y los efectos internos de los actos de mera tramitación. Y, a un nivel más sustantivo, que la Constitución ampara el derecho a promover cualquier idea política, aun cuando no sea coincidente con sus postulados, con fundamento en el principio democrático, que nuestro ordenamiento no responde a un modelo de democracia militante y que no existe un núcleo normativo inaccesible a la reforma constitucional, siempre que se haga pacíficamente, con respeto a los derechos fundamentales y a los cauces reglamentarios y en términos que no se excluyan los procedimientos de reforma constitucional.

En otras palabras, el TC es el garante de la estabilidad del sistema institucional, y el Parlamento no es un órgano irrestricto que al final pueda decidir normativamente o políticamente todo, aunque sí debatirlo. Porque, a diferencia del TC, que ostenta una legitimidad funcional, como garante que es de la supremacía de la Constitución, mediante procedimientos técnicos y no políticos, el Parlamento goza de legitimidad democrática directa y por ello mismo puede actualizar permanentemente la voluntad constituyente en el marco de una Constitución abierta y flexible por definición. Una cosa es que el Estado de Derecho persiga la sumisión al Derecho de todos los poderes públicos, incluido el Parlamento, y otra que se restrinja su ámbito de libertad y se imponga el gobierno de los jueces.

Enllaç a l’article publicat al diari: https://www.lavanguardia.com/politica/20221220/8652171/tc-gobierno-jueces.html

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