Article publicat al diari La Vanguardia, el 3 de novembre de 2021.
Una de las enseñanzas de la gestión de la covid es que fue un error sustraer a las autoridades sanitarias autonómicas el control de la misma en el inicio de la crisis: dificultó el rastreo de contagiados por la necesidad de una confirmación de positividad centralizada, propició una descarnada subasta de suministros sanitarios o aplicó medidas homogéneas para situaciones diversas, por ejemplo la prohibición de salir de casa en zonas rurales sin incidencia. La necesidad hecha virtud llegó de la mano de la tan cacareada cogobernanza, ya con el segundo estado de alarma, la misma que al parecer el TC —en plena voxificación— va a declarar pronto inconstitucional, ajeno al hecho de que una gestión acorde con el reparto competencial y con un enfoque de diversidad coordinada ofreció mejores resultados.
Un tanto de lo mismo puede decirse del policentrismo, por la vía de deslocalizar órganos constitucionales o administrativos. Se trata de un fenómeno conocido en otros Estados complejos, como Alemania, espejo del constituyente español de 1978. Y también en España, pero en forma de debate que hace aflorar periódicamente la tensión centro-periferia —ahora también la pulsión centro-España vaciada—, y que discurre paralelo a la pugna entre la atávica concepción radial y la visión en red de las grandes infraestructuras (la apuesta por un eje mediterráneo ferroviario versus un extravagante y antieconómico eje central-pirenaico que evitaría dejar la llave de paso en Hendaya o Portbou), o en medio del contencioso sobre la ubicación de determinadas iniciativas económicas e industriales (desde la SEAT hasta la futura fábrica de baterías que ha de abastecer al sector de la automoción, etc.).
No se trata solo de una típica reivindicación anticentralista. Que lo es, y en Cataluña tiene un siglo y medio de historia y se ha planteado vigorosamente hasta hace unos años (recuérdese la efímera y grotesca instalación de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones en Barcelona, cuyos altos funcionarios y la Comunidad de Madrid frustraron llevándola al Tribunal Supremo, que la anuló). O antes la demanda de Pasqual Maragall de traer el Senado a Barcelona. Ciertamente, en Cataluña se trata de un planteamiento un tanto periclitado después de las recientes vicisitudes. Así lo demuestra, además, el hecho de que nadie lo haya vuelto a plantear seriamente ni se haya enervado porque Pedro Sánchez haya afirmado que no se plantea centrifugar organismos con sede en Madrid, sino ubicar organismos menores de nueva creación en distintas sedes.
Ahora, en España, y parece lógico, quien lo vindica es la alianza de comunidades encabezada por el paladín de la España polifónica, el valenciano Ximo Puig, o los académicos que postulan el traslado del TC a Cádiz, bajo la inspiración del traslado de su homólogo portugués de Lisboa a Coimbra. Se comprende. Las ventajas en el terreno político son obvias: la atomización de sedes contribuye no solo a visualizar pedagógicamente la estructura compuesta del Estado, sino que también favorece la eficacia y eficiencia: no tiene mucha lógica que la sede de la Escuela de Guerra Naval esté en Madrid y no en Cartagena o el Ferrol. En Europa, en pleno proceso de globalización y ampliación de la Unión, los Estados pugnan por albergar sedes de agencias u organismos.
La progresiva concentración de decisiones estratégicas en Bruselas no es obstáculo para un desarrollo descentralizado de las instituciones, favoreciendo la cohesión europea, otorgando a algunos países y ciudades intermedias un protagonismo creciente y haciendo que cada uno de estos centros participe de manera activa y consciente en la toma de decisiones, dando lugar a formas más democráticas. En lo económico, además, las redes unen no solamente los procesos de producción, distribución y consumo de bienes y servicios, sino que también propician dinámicas culturales y decisiones que involucran aparatos territoriales de gobernanza, además de crear puestos de trabajo y fijar población en los territorios con menor peso demográfico.
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