El Tribunal Constitucional y su parva renovación

Article publicat al diari El País, el 4 de novembre de 2021.

Ya hace unos días que hubo acuerdo para renovar el Tribunal Constitucional (TC), ni que sea con candidatos con marcado perfil político y lejos de la paridad deseable. Continúa el trágala del PP ante un PSOE ávido de alcanzar acuerdos para desbloquear las altas instituciones. Y se prevé su elección por el Congreso de los Diputados para la semana próxima tras salir airosos del hearing que tuvo lugar en la Comisión Consultiva de Nombramientos para evaluar su idoneidad. A la vista de la polémica precedente, esta vez sus señorías han guardado las formas y no han descuidado preguntar a los nada atribulados postulantes por su afinidad política, como aconteció en 2010 en el Senado, que «aprobó» al candidato y a la postre presidente del Alto Tribunal, Francisco Pérez de los Cobos, en diez minutos y entre halagos, sin que a nadie se le ocurriese preguntarle por su dilatada militancia en el PP.

Más allá de este gattopardiano ejercicio de renovación, lo relevante a partir de ahora es cómo va a abordar este órgano todavía contramayoritario la agenda de asuntos pendientes, y si la mayoría conservadora va a porfiar, o incluso acelerar, sus correctivos hacia el Gobierno y sus socios. Más, después de que haya recaído en pleno tránsito renovador la sentencia sobre el segundo estado de alarma, que ya ha sido avanzada, y que muestra bien a las claras que tal mayoría no va a eludir ninguna mudanza en estos tiempos de tribulaciones. Pero ahí están otros asuntos candentes como la ley de la eutanasia, la reforma educativa o la ley del aborto. Veremos. Y es que no sobran motivos para la inquietud ante lo que puede calificarse de creciente voxificación del TC.

Precisamente, no hace tanto un magistrado llegó a calificar de juristas de salón —aunque luego se retractó— a algunos de sus compañeros, en el sentido de reprocharles su desconexión de la realidad. Y es que, como muchas otras disciplinas, el ejercicio de la jurisdicción es una función no exenta de reglas. Entre ellas, la sana crítica, que quiere decir que los jueces y tribunales deben emplearse no solo con criterios jurídicos sino también lógicos, lo que el resto de los mortales llamamos sentido común. Qué puede decirse si no de la sentencia en la que, por 6 votos contra 4, el Tribunal se ha pronunciado contra el funcionamiento del Congreso de los Diputados durante las primeras semanas de estado de alarma, por haber suspendido durante 18 días (¡) el cómputo de los plazos que afectaban a las iniciativas en curso. La sentencia no tiene siquiera en cuenta que el acuerdo de la Mesa de la Cámara baja era idéntico al de muchos otros parlamentos e incluso al de órganos constitucionales como el propio TC, además de que se adoptó junto a otras medidas como el voto telemático o el registro por correo electrónico de iniciativas orientadas a conciliar la continuidad de la actividad parlamentaria con el cumplimiento de las directrices de las autoridades sanitarias. A tal grado que fue el mismo grupo parlamentario recurrente (VOX) el que solicitó la suspensión de una sesión plenaria porque uno de sus miembros dio positivo y debía cumplir cuarentena.

Llueve sobre mojado. En julio, un TC igualmente dividido (6 a 5) anuló parte del primer estado de alarma con una extravagante sentencia en la que, desde un enfoque más próximo al orden público que a lo sanitario se despachó afirmando que el toque de queda había transgredido derechos fundamentales y que hubiera tenido mejor encaje en el estado de excepción. Para florido remate, el Tribunal se adentró en un inextricable laberinto argumental, que no provocó más que inseguridad jurídica, para justificar algo que no se compadecía con lo anterior, pero que hubiera resultado muy oneroso: las multas impuestas por incumplir las restricciones a la movilidad nocturna solo eran válidas si habían sido abonadas y no eran resarcibles los perjuicios irrogados a los negocios cerrados. Lo más inquietante si cabe es que, pese a que el TC reconoció lo adecuado del confinamiento, lo cual, por sí solo debería haber zanjado la controversia, los magistrados de la mayoría concluyeron que el Gobierno no solo debería haber sido capaz de mantener el orden y los servicios públicos, que es de lo que se trata durante la vigencia de un estado de alarma, sino también de garantizar el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas, algo de lo que nadie duda que nunca estuvo en riesgo. Además de que la lógica jurídica indica que el TC debería haber examinado si el régimen de restricción de derechos se ajustaba a las exigencias de su propia jurisprudencia y si iba dirigido —y era necesario—- para proteger la integridad física y la salud de las personas y evitar la propagación de la enfermedad. Pero no fue así.

Como tampoco ha ido por esa senda, por lo que ya sabemos, la sentencia sobre el segundo estado de alarma, en la que la mayoría, contra el criterio expresado en su día por la Abogacía del Estado y el Consejo de Estado, ha declarado inconstitucional la decisión del presidente del Gobierno de comparecer cada dos meses ante el Pleno del Congreso y de nombrar a los presidentes autonómicos como autoridades delegadas en la toma de decisiones en el marco de la llamada cogobernanza. Sobre lo primero, hay que decir que, pese a que el control del Ejecutivo fue mejorable, el Congreso intervino en las sucesivas prórrogas (es decir, el estado de alarma pasó a ser del Congreso y no del Gobierno), y que hubo comparecencias del presidente y de varios miembros de su Gabinete. Sobre lo segundo, que la cogobernanza, aun con retraso, ha sido un acierto, una forma de gestión de la crisis menos centralizada y más respetuosa con el reparto competencial desde un enfoque de diversidad coordinada.

Y qué decir del hecho de que el Tribunal haya desestimado los recursos contra la prisión permanente revisable. Aunque la sentencia plantea diferentes objeciones sin declarar la inconstitucionalidad de la medida, según el Máximo intérprete de la Constitución la revocación de la libertad condicional solo está justificada en los casos en que el libertado incurra en nuevo delito o infrinja las reglas de conducta establecidas en el auto de libertad condicional, lo cual no ha de interpretarse como un impedimento definitivo para que el penado obtenga en el futuro una nueva revisión de la pena. Ciertamente, puede convenirse que ello repara la inseguridad jurídica que para el condenado supondría la indeterminación de las condiciones de revisión, e incluso la posible vulneración de la igualdad ante la ley en los casos en que el condenado no obtuviese la revisión no tanto por la gravedad del delito sino por su edad o estado de salud.

Ahora bien, ello no sana la falta de necesidad, desproporción e inhumanidad de una medida tan extrema, adoptada en un país con una baja tasa de criminalidad violenta y con penas de prisión ya de por sí muy duras, además de su más que probable ineficacia disuasoria (solo hay que ver lo que acontece donde la pena de muerte está vigente. Y, sobre todo, no solventa su incompatibilidad con la orientación resocializadora que tienen las penas privativas de libertad en nuestro sistema. En cualquier caso, no hace falta ni decirlo: la constitucionalidad de una ley no implica la obligación de mantenerla y, claro está, quienes la recurrieron en su día podían —como pueden ahora— impulsar su desaparición.

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