Article publicat al diari El País el 9 d’agost de 2021
La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) de 14 de julio pasado sobre el primer estado de alarma esgrime que las restricciones a la movilidad impuestas durante la primera ola de la pandemia transgredieron la limitación de los derechos fundamentales y constituyeron una suspensión de los mismos, lo que hubiera tenido mejor encaje en el estado de excepción antes que en el estado de alarma.
El TC llega a este pronunciamiento sin excesivos razonamientos, sin embargo, lo que sin duda será una fuente de incertidumbre y de nuevos litigios. En efecto, una vez leída con detenimiento la sentencia, lo primero que llama la atención es que la teoría de la suspensión de derechos, por contraposición a la limitación o a la afectación de los mismos legitimada por el estado de alarma se aplica de forma un tanto discrecional. En mi opinión, no parece que la cuestión a debatir por la sentencia hubiera de ser el análisis de la idoneidad del estado de excepción versus el estado de alarma. Como bien han puesto de relieve algunos de los magistrados de la minoría discrepante en sus votos particulares, habría bastado con que el TC hubiera dado respuesta a la pregunta clave: si el decreto del estado de alarma afectó o no el contenido esencial de cada uno de los derechos fundamentales y de las libertades públicas sobre las que se formulaban reproches de inconstitucionalidad en el recurso de VOX, a partir de aplicar el clásico test de proporcionalidad de las medidas incluidas en el decreto-ley.
Por el contrario, el Tribunal acomete con la sentencia una supuesta tutela de los derechos y libertades de carácter abstracto, y por supuesto vacía de contenido, del derecho a la libre circulación (que enlaza con el mantra de la “libertad” exhibido por determinados sectores políticos), lo que contrasta, por cierto, con la aplicación de los controles clásicos en el caso de otros derechos supuestamente afectados como la paralización de actividades económicas, etc. Y difiere, de mucho, con la tibia determinación del mismo Tribunal en otros momentos a la hora de proteger el ejercicio de derechos y libertades desde el punto de visto sustantivo: caso Stern Taulats (STC 177/2015), caso Fragoso (STC 190/2020), ejecuciones hipotecarias, supuestos de violencia de género, etc.
Sin duda, ello no hará más que aportar inseguridad jurídica a las autoridades sanitarias y a los tribunales cuando deban acordar o examinar, según el caso, las autorizaciones de medidas sanitarias adoptadas al amparo de la legislación sanitaria. Y si, como se ha especulado en estas mismas páginas, la próxima sentencia del Tribunal sobre el segundo estado de alarma, en lugar de un deseable y saludable autoenmienda (overruling) de la sentencia del primer estado de alarma, declara la inconstitucionalidad del «toque de queda» y de la cogobernanza con las comunidades autónomas, aduciendo que en el estado de alarma no es posible descentralizar el proceso de toma de decisiones, porque el alcance de la pandemia es supracomunitario, el caos estará servido.
Por otra parte, la invocación del estado de excepción no deja de constituir un elemento un tanto extravagante. Pasamos de un enfoque sanitario a otro securitario en relación con las crisis sanitarias graves. Como sabemos, el estado de excepción constituye el grado de excepcionalidad más severo al que puede acudir el poder civil (si excluimos el estado de sitio, que también puede gestionar la autoridad militar), previsto para circunstancias en que las que el Ejecutivo no es capaz de asegurar y mantener el orden y los servicios públicos, así como el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas. Además, como también han puesto de manifiesto algunos de los votos particulares, a diferencia del estado de alarma, esta modalidad de estado excepcional no puede aplicarse durante más de 30 días, pues de lo contrario se vulnerarían los derechos fundamentales, razón por la que, a diferencia del estado de alarma, esta limitación debe tener la autorización previa de Congreso según la Constitución.
Quizá consciente de ello, el propio TC advierte en la sentencia de la necesidad de operar una reforma normativa “de alcance”. Ante tamaño desaguisado, no es de extrañar que la mayoría se vea obligada a justificar su arriesgada interpretación como de «integradora» y «evolutiva», admitiendo sin pudor incluso sus dudas sobre el verdadero alcance de los diferentes estados excepcionales.
En suma, el resultado de la operación es una exégesis entre inquietante y extravagante del estado de excepción, y una aplicación discrecional de los clásicos controles de proporcionalidad de los derechos que no hará más que provocar incertidumbre en los decisores públicos y los jueces. Y todo ello, en un contexto en que la precaria legitimidad institucional del Tribunal hubiera aconsejado una resolución más deferente para con el Ejecutivo y el legislador, atendiendo a la gravedad y complejidad de la crisis.
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