Article publicat al diari El País el 7 de setembre de 2021.
Decía Konrad Hesse que la vigencia efectiva de una Constitución requiere de la voluntad constante de los implicados a la hora de realizar sus mandatos (la “voluntad de Constitución”). Exactamente lo contrario de lo que acontece cada vez que el Partido Popular (PP) —el más constitucionalista de la clase— pasa a la oposición y bloquea la renovación de órganos constitucionales como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Ya lo hizo Mariano Rajoy en 2004 con el gobierno de Rodríguez Zapatero, y lo vuelve a hacer ahora Pablo Casado con el gobierno de coalición social-podemita. Este bloqueo —para alargar los efectos de una mayoría absoluta que no existe en el Parlamento desde 2015— es un evidente caso de lawfare —para decirlo como se estila ahora—, pues se utilizan indebidamente los procedimientos establecidos para dar una apariencia de legalidad tal que hasta la propia Comisión Europea (CE) parece persuadida de que asistimos a un caso como el de Polonia o Hungría.
La realidad es otra: la no nata renovación del CGPJ transciende al mero deseo de seguir controlando los principales resortes del Estado por parte del PP. O incluso la tentación de trasladar al órgano de gobierno de la Justicia la hegemonía estructural de la derecha judicial, fenómeno en el que sin duda interviene el actual sistema de selección de sus miembros. Aquí de lo que se trata es de que el CGPJ decide todos los nombramientos relevantes de la carrera judicial. Y de que, entre los muchos que se hallan pendientes, están, por ejemplo, las tres plazas vacantes en la Sala Segunda del Tribunal Supremo por la que acaban pasando inexorablemente los principales casos de corrupción.
En este punto, no deja de ser paradójico que, para la CE, los miembros del Consejo deban ser elegidos según “estándares europeos”. Esto es, la mitad por las propias organizaciones judiciales, y que esa reciente exigencia canónica venga dada por las recomendaciones de organismos como el GRECO o la Comisión de Venecia —dependientes ambos del Consejo de Europa—, para hacer frente a la creciente falta de independencia de algunos órganos judiciales en asuntos de corrupción. Por lo demás, estaría bien que la CE aclarase si el hecho de que el PP haya dicho que no se renovará el Poder Judicial, mientras Podemos esté en el Gobierno, es merecedor de idéntico reproche de “politización” que la reforma de la LOPJ auspiciada en su día por PSOE y Unidas Podemos para rebajar el quorum electivo de los miembros del Consejo como último recurso para sortear el bloqueo.
Por lo pronto, hay que dejar claro que la regulación del art. 122.3 de la Constitución prevé lo que ha sido común a todos los Estados europeos que disponen de órganos de gobierno del Poder judicial análogos: una mayoría de sus miembros (12) deben ser elegidos por y entre los jueces; y el resto (8), por las Cortes Generales, 4 por el Congreso y 4 por el Senado. Y si el problema es que en su día se cambió la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para establecer que todos los miembros del Consejo hubiesen de ser elegidos por las Cortes Generales, no debe olvidarse que el legislador optó por ese sistema mixto después de haber experimentado antes tanto el sistema corporativo como el parlamentario. Y de que el Tribunal Constitucional dejó dicho que tal método era tan válido como el anterior.
La justicia emana del pueblo, dice la Constitución. Por lo que, mientras en el sistema no esté previsto un sistema de elección popular de los jueces, son las mayorías parlamentarias —que gozan de legitimidad democrática directa— las que deben nombran a todos los vocales del CGPJ, previo examen de su idoneidad también en sede parlamentaria. El Poder Judicial es un poder del Estado, no un gremio o un sindicato. Y ello es precisamente lo que ha puesto de relieve el ministro Félix Bolaños cuando ha significado que “ni los jueces pueden elegir a los jueces, ni los políticos pueden elegir a los políticos”. Si bien se me antoja que la elección de los políticos es cosa distinta, pues de seguir tal doctrina los diputados no podrían siquiera elegir a su presidente.
Ahora bien, todo es mejorable. Incluso puede plantearse la reforma requerida si antes se producen algunos cambios estructurales, y una vez superada esta fase de empate infinito. Hagamos votos para que sea pronto. Y no me refiero solo a la necesidad de dotar a la Justicia de mayores medios y de acometer mejoras procesales que descongestionen los juzgados y tribunales, en aras a una justicia eficiente, sino sobre todo a la “democratización” en su acceso, a la feminización de sus estructuras de poder, a la aparición de mecanismos alternativos —más allá del proceso y de los tribunales— y a su plena descentralización territorial. Tarea nada fácil a juzgar por los condicionantes de una Constitución que en su Título VI —en buena parte inspirado por la legislación orgánica franquista— diseña el Poder del Estado más endogámico y centralizado de todos.
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