La madre de todas las corrupciones

Sabido es que ante unas elecciones, los partidos políticos derrochan sus mejores energías en conseguir recursos financieros para realizar sus campañas. Como ha hecho notar el historiador Niall Ferguson, el coste de éstas representa el clásico ejemplo del “dilema del prisionero”: si los adversarios cooperan, se puede llegar a acuerdos para limitar el gasto, evitando onerosos costes e innecesarias servidumbres. Sin embargo, suele pasar que la tentación de no colaborar es muy grande, a la espera de que los beneficios de alzarse con el triunfo superen los costes de la campaña. Para ello, los partidos deben obtener financiación y espacios donde desarrollar sus campañas.

Hay distintos sistemas, públicos y privados. Y los hay que concilian ambas fuentes. El caso de EE UU resulta paradigmático del rol de los lobbies, si bien, paradójicamente, tras el caso Watergate, el Congreso aprobó una serie de enmiendas a la Federal Campaign Act e introdujo la financiación pública en las campañas presidenciales, con un límite para las aportaciones privadas de los contribuyentes. No obstante, la Decisión del Tribunal Supremo en el caso Citizens United vs. Federal Electoral Comission de 2010 ha permitido no sólo incrementar las donaciones privadas sino también omitir su procedencia (dark money). Según Josep Fontana en su monumental Por el bien del imperio, a mediados de 2012, a poco de las últimas elecciones, el gasto estimado de los Comités de Acción Política (Super-PACs) de los dos grandes partidos ascendía a la astronómica cifra de 1.875 milllones de dólares. Si a todo ello se le añade el gasto en las recientes campañas para limitar el acceso al voto de determinados colectivos, como jóvenes o minorías étnicas, es evidente que el dispendio electoral ha crecido exponencialmente. Según el Center por Responsive Politics, fue de 6.000 millones en 2012. No en vano, 30 de las mayores empresas emplean 800 personas en la capital federal dedicadas a promover el fracking o la rebaja de impuestos, además de complacer a centenares de representantes. Según Global Exchange, entre 2008 y 2010 el monto por dichos menesteres fue superior al pago de impuestos: 4.200 millones.

Así pues, tomando como ejemplo la barra libre norteamericana puede concluirse que si la financiación es eminentemente privada se acaba comprometiendo la igualdad de oportunidades y el interés general. Constituye un contrato de reciprocidad, en el que subvencionar una campaña se hace a cambio de cargos o de la adjudicación de contratos. Prueba de ello es que desde Carter hasta Obama ningún presidente ha tenido empacho alguno en realizar todo tipo de nombramientos.

Por su parte, el sistema híbrido público-privado español ha puesto al descubierto no pocos problemas, especialmente vinculados a empresas constructoras que esperan el regreso de favores a cambio de donativos más o menos opacos. La modificación en 2003 de la Ley Orgánica 3/1987, de financiación de los partidos políticos, fue un paso modesto con la idea de alterar el oscurantismo financiador existente desde los albores de la democracia. Se incorporaron dos grandes novedades: la inclusión en los Presupuestos del Estado de una asignación para sufragar los gastos de seguridad y la actividad regular de los partidos, así como la prohibición de que las empresas que contratan con el sector público hicieran donaciones. En 2007, el pacto de investidura PSOE-ERC posibilitó una nueva reforma para fijar un umbral (100.000 euros al año) y publicitar los donativos privados, pero sin distinguir entre los partidos y otros entes como las fundaciones y similares que se relacionan con aquellos, que pasaron a ser el refugio preferido de los criptodonantes. Pese a sus aspectos globalmente benéficos, salta a la vista que la reforma no ha disminuido la exuberancia irracional de los partidos puesto que, cuando se aceptan favores, más tarde o más temprano alguien viene a cobrarlos. Además, la ley supuso la concesión de más dinero público sin extremar las medidas de control y transparencia. Y, por si fuera poco, se establecieron clamorosas excepciones a la regla general: el techo de 100.000 euros no se aplicó a las donaciones de inmuebles, la cesión de activos a precios inferiores a los de mercado, créditos en términos ventajosos o a la prestación de servicios profesionales. La prohibición para contratar con el sector público no afectaba a las donaciones anteriores a la firma de un contrato, o una vez ya finalizado. Y aquellos polvos trajeron los lodos que se pasean a diario por nuestros juzgados y telediarios.

En otro orden de cosas, si el régimen de financiación deja mucho que desear, el procedimiento de rendición de cuentas tampoco es nada satisfactorio. El marco vigente en el periodo 2007-2012, antes de una reforma acaecida en 2012, no obligaba a los partidos a integrar en sus cuentas la actividad de sus sedes locales, donde es obvio que pueden producirse circunstancias irregulares vinculadas a la corrupción de signo urbanístico. Tampoco de presentar las cuentas de los grupos parlamentarios, ni de integrar en su contabilidad la de las fundaciones y otros entes concernidos. Y eso que cuando se redactaron las leyes de 2007 y 2012 ya existían recomendaciones del Tribunal de Cuentas y del Grupo de Estados contra la Corrupción en ese sentido. La reciente modificación de 2012, cuyos efectos ya se verán, constituyó más que nada un intento de adecuar las subvenciones al contexto de crisis económica. Aun así, se introdujeron medidas para diferenciar la financiación de partidos, fundaciones y asociaciones vinculadas, además de ampliar los sujetos que no pueden financiar partidos por recibir aportaciones de las Administraciones. También se modificó lo concerniente a las condonaciones bancarias y se incorporó la obligación de notificar al Tribunal de Cuentas las donaciones superiores a 50.000 euros y las de bienes inmuebles.

Subsiste, con todo, el problema más acuciante: la racionalización del gasto electoral, ni que sea para abolir el asfixiante mailing electoral, que supone un tercio del coste de toda campaña, y que debería realizar el Estado para todas las candidaturas de forma conjunta, como sucede en Francia. Además, las campañas “reales” deberían ajustarse a las campañas “legales”, de modo que los partidos gasten menos dinero en autobombo a través de precampañas permanentes, que deberían prohibirse o circunscribirse a los 15 días anteriores a los comicios. Del mismo modo, habría que reducirse la publicidad estática y la inserción de anuncios, a cambio de más espacios de debate en los medios audiovisuales públicos. Y, sobre todo, en cuanto la economía lo permita, institucionalizar un sistema esencialmente público y bien dotado, a cambio de potenciar los órganos fiscalizadores, despolitizados, que impongan una transparencia nórdica y que alcancen a rastrear hasta el último ticket de caja. No todo es, pues, cuestión de reformar el Código Penal. Se trata de acometer cambios tangibles y realistas, que permitan a los partidos superar el test democrático más allá de la acostumbrada palabrería, fuente de su actual descrédito y deslegitimación.

Article publicat a El País (05/09/2013)

Deixa un comentari