La corrupción banal

Hace tiempo que se escucha como un mantra que vivimos inmersos en una democracia de baja intensidad, caracterizada por el divorcio inexorable entre ciudadanía y políticos. La sensación generalizada es que la política es el artede engañar, de servir al interés particular, de adular a los poderosos y extorsionar a los que no lo son. Muchos y muy heterogéneos factores intervienen en esa percepción. Sin ánimo de ser exhaustivos, es evidente que juega en contra el desánimo colectivo ante la situación de crisis económica, provocada por el afán desregulador del fracasado modelo neoliberal, que ha llevado a Stiglitz a exclamar que la economía de los felices noventa fue “un cóctel adulterado: tres cuartas partes de mentira y una cuarta parte de avidez”.

Tampoco podemos dejar de lado elementos como la gestión de los Gobiernos y el reduccionismo e incluso el sesgo con que llega la información sobre la actividad política. No se trata de la mayor o menor habilidad dialéctica de la clase política, que también. Sino, sobre todo, de su actitud, que, en muchos casos, evidencia un burocratismo, una mediocridad y una pérdida progresiva de ideales escalofriante, además de un exceso de personalismo que merma la acción colectiva. Ello esclerotiza la política, anclándola hoy por hoy en las formas arcaicas y dirigistas del siglo pasado, ajenas a las nuevas vías de participación democrática que hoy canalizan mejor ONG o movimientos informales y no reglados como el 15-M. Además, la izquierda ha perdido la hegemonía cultural, en el sentido gramsciano del término: ha abandonado las asociaciones de vecinos, las agrupaciones de padres, los sindicatos…

Con todo, son los reiterados episodios de corrupción lo que pesa más en el ánimo de la opinión pública y provoca mayor desengaño. Se trata en gran parte de casos conocidos recientemente, pero que tienen su origen en la época de la “exuberancia irracional” a que aludía Alan Greenspan. La corrupción flota, pues, en el líquido amniótico de una cultura con varias décadas a sus espaldas que ha convertido el dinero en el principal patrón de conducta. Y no solo eso, sino que tanta contumacia en delinquir, y la gravedad de algunos hechos, ha contribuido a extender una especie de fatalismo ético. El desfile por prisión de los Bárcenas o Blesa, más allá de lo higiénico y ejemplarizante, alimenta los peores clichés del entramado político-español y proyecta hacia la Europa nórdica, limpia, culta, despierta y honesta, la sensación de descontrol meridional, y todo ello, además, sazonado con los pavorosos datos del desbarajuste del que fue el “mejor sistema financiero del planeta”.

Lamentablemente, la ciudadanía tiene hoy un pésimo concepto de sus políticos, que se puede resumir con aquella jaculatoria tan manida de que “todos son iguales”. Y, ciertamente, hay motivos para pensar que hay políticos corruptos que se turnan con otros en la ejecución de los más vulgares latrocinios, como en el periodo de la Restauración. Pero, claro está, la cuestión es mucho más compleja. No puede decirse que todos son iguales, del mismo modo que no puede negarse la evidencia: corrupción, como las meigas, “hayla”. El problema reside en que, siendo cierto lo que afirman muchos actores políticos de que no pertenecen a ninguna casta privilegiada, y mucho menos son deshonestos, también lo es la actitud refractaria de muchos, que tiende a minimizar los daños y evitar la erosión de su imagen con explicaciones risibles y demagógicas, que trata a los ciudadanos como menores de edad en lugar de esclarecer los hechos y dilucidar las oportunas responsabilidades.

Para muchos, esta situación exige una rebelión al estilo de la primavera árabe, puesto que contra la corrupción planetaria se han desplegado movimientos de todo signo, contra regímenes autocráticos y democracias liberales y pluralistas como la griega o la italiana; que han ocupado plazas y calles de todo el mundo y despertado millones de conciencias como no se había visto desde el mayo francés. Solo hay que ver el repentino éxito de ventas de un panfleto, en el mejor sentido de la palabra, como el de Stephan Hessel. Pero para otros, y ello es lo preocupante, la situación creada requiere buenas dosis de resignación, incluso de resiliencia, entendiendo que es algo inevitable, banal, rutinario, de modo que paga más la pena correr un tupido y piadoso velo y esperar que caiga alguna migaja de la mesa del banquete de los poderosos. Parafraseando a Al Capone, podrían exclamar aquello de “no entiendo cómo las personas eligen el camino del crimen, cuando hay tantas maneras legales de ser deshonesto”.

Si uno de los presupuestos básicos de la antropología moderna parte del aserto de que las personas se adaptan a las convenciones sociales de su entorno, y la corrupción es una práctica extendida, este consenso en nombre del realismo y del pragmatismo político debe comenzar a ceder y demostrar su debilidad en la lógica política y económica actual. La dura crisis, con millones de parados y el riesgo que ello conlleva para la cohesión social, además de exacerbar los ánimos, demanda mayor contundencia y ejemplaridad desde las instituciones, a la altura de los sacrificios de la gente. Es verdad que en el pasado, la actuación de la justicia y la sanción en términos electorales de algunos corruptos reforzó la democracia como tal (recuérdese el caso Filesa). Pero eso ahora ya no basta. Hay que poner límites a la cleptocracia, pero también a la partitocracia instalada: nueva ley electoral, más participación ciudadana, más transparencia y controles eficaces, además de sanciones ejemplares. No hay mal que por bien no venga. Allí donde antes había un desierto o, si se prefiere, un oasis de aguas estancadas, hoy hay un terreno abonado en torno al debate sobre la mejora de la democracia y de la participación política, que apuesta por reformas posibles y necesarias para humanizar el sistema y profundizar en la calidad democrática.

Article publicat a El País (19/07/2013)

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