Article publicat al diari La Vanguardia, el 26 d’abril del 2021
La endiablada situación sanitaria, pero también social y económica, derivada de la pandemia de la covid nos ha traído durante meses una notable improvisación –debido a lo insólito del fenómeno–, pero también un indudable aprendizaje por parte de autoridades, sanitarios, juristas, etcétera. Así, la praxis del estado de alarma, de la fase de “desescalada” (o de nueva normalidad), los mecanismos de coordinación Estado-comunidades autónomas (cogobernanza) y, sobre todo, algunos reveses judiciales, han ido delimitando un terreno de juego todavía lábil pero más seguro que un año atrás.
Al parecer, el debate discurre ahora en torno a si hay que perpetuar el estado de alarma o territorializarlo, para dar cobertura a las medidas restrictivas de las comunidades autónomas cuando se levante el estado de alarma. En estas mismas páginas, apostábamos hace unos días porque las comunidades adopten dichas medidas, bajo control judicial, al amparo de la legislación sanitaria, dirimiendo los desacuerdos o adoptando las medidas de transcendencia supraautonómica en el marco del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud (“actuaciones coordinadas”). La posición del Gobierno central — coincidente por lo visto con este planteamiento— y la de algunas comunidades difieren en este punto. Se trata de una cuestión política, más que jurídica. Pedro Sánchez tiene pocos incentivos para mantener una medida tan excepcional como insólita, y las comunidades desean apartar de sí el cáliz amargo de medidas restrictivas adoptadas en solitario y con la espada de Damocles judicial cerniéndose sobre ellas.
Cuesta imaginar al Estado cediendo el mando único de sus competencias y fuerzas de orden a las comunidades
Hoy por hoy los escenarios son tres. Primero: un nuevo estado de alarma de alcance estatal. Una nueva declinación centralista que concentre de nuevo el poder en el Gobierno central en detrimento del Parlamento y con el único control de un TC desaparecido en estas lides y que todavía tiene pendiente la sentencia del primer estado de alarma. Se trata de una opción que se compadece poco con la menor intensidad de las restricciones para un periodo que se prevé de salida mediante la vacunación.
Segundo: acometer la gestión de la crisis mediante los instrumentos de legalidad ordinaria, como en toda Europa. Nuestro ordenamiento cuenta con previsiones abiertas –como es lógico ante situaciones imprevisibles–, aunque puede mejorarse a partir de la experiencia. Son los mismos instrumentos utilizados antes del 14 de marzo del 2020, y desde el 21 de junio del 2020 hasta el segundo estado de alarma del 25 de octubre del mismo año. La ley Orgánica de Medidas de Emergencia en materia de Salud Pública —y algunas otras leyes estatales y autonómicas— habilitan las medidas “necesarias”, y no suspenden derechos, como por otra parte tampoco puede hacer el estado de alarma. Pero ello obliga, claro está, a un test riguroso de proporcionalidad de las autoridades sanitarias y merita un control judicial (previsto, por cierto, desde el 2000).
Tercero: un estado de alarma de ámbito autonómico. El Gobierno central delega el mando único de todos los poderes y las comunidades siguen gestionando, sin control judicial, aunque ello no las exonere del control de las medidas de ejecución concretas ante los mismos jueces del contencioso-administrativo. Conveniencias políticas aparte, bajo esta opción late aún la idea de que con un estado de alarma se pueden limitar más los derechos que con las leyes sanitarias, algo cuestionable desde una aproximación garantista de los derechos fundamentales. Aunque sobre ello hay opiniones para todos los gustos. A nuestro parecer no es necesaria una ley orgánica estatal para ello, de acuerdo con la jurisprudencia del TC. La opción de un nuevo estado de alarma se basa igualmente en la creencia de que así se podrá mantener el “toque de queda” –la medida que se ha revelado más eficaz–, sin peligro de nuevas invectivas judiciales. Pero los jueces también han aprendido y es difícil que se opongan ahora si se sustenta en datos epidemiológicos solventes. Pero cuesta imaginar al Estado cediendo el mando único de sus competencias y fuerzas de orden a las comunidades. Y está por ver que una medida tan severa vaya a surtir efecto en una situación cambiante y que no puede más que mejorar.
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