Recientes episodios de espionaje en el ámbito político y deportivo han puesto sobre la mesa el debate de la legitimidad de este tipo de prácticas, por otra parte ancestrales. La instrucción de actuaciones judiciales de desenlace incierto sobre el llamado caso Método 3 y la reciente dimisión del director general Xavier Martorell no hacen más que proyectar una alargada y poderosa sombra de descrédito.
Quizá por ello, el Consejo de Ministros aprobó hace pocas semanas un anteproyecto de ley de seguridad privada que pretende modificar una obsoleta normativa de 1992. Al parecer, el Ejecutivo se propone aumentar el control de esta actividad con la inscripción de las empresas en un registro central, a disposición de las fuerzas de seguridad, donde deberá constar la naturaleza del encargo, el método a utilizar y los resultados obtenidos. También deberá remitirse al Ministerio del Interior una memoria anual de actividades y destruirse al cabo de un tiempo las imágenes obtenidas, a menos que sean utilizadas en un proceso judicial.
Dicho esto, vaya por delante que considero que se está produciendo una estigmatización injusta de una actividad, la investigación privada, a la que el reduccionismo de los titulares periodísticos denomina genéricamente espionaje. Su utilización más o menos espuria en algunos casos, por rocambolescos que estos sean, no debería en ningún caso generar tanta sospecha de falta de probidad, a riesgo de provocar un daño irreparable a este colectivo profesional, aunque deba admitirse que no ha favorecido en nada su crédito y estima social la extensión de este tipo de pesquisas al campo político o deportivo, donde, por lo visto, afloran desde aprovechamientos ventajistas hasta posibles extorsiones; desde detalles escabrosos que involucran a supuestas examantes despechadas hasta espías que a la vez son espiados, lo que ha contribuido a forjar un relato entre lo novelesco y lo grotesco.
Además, hay que reconocer que las nuevas tecnologías han contribuido a la manipulación de la red y la interceptación de las comunicaciones, trocando las atávicas convenciones de una actividad que desde siempre había consistido en la observación disimulada de los sujetos y en la obtención de información reservada de personas y empresas, y que a veces deviene una suerte de gran hermano descontrolado.
Ciertamente, si nos fijamos en el ámbito empresarial o el de las relaciones personales, son habituales los encargos para la detección de copias de patentes, trabajadores desleales, quiebras fraudulentas, impagados, fraudes en los seguros o el clásico huelebraguetas (en el argot) consagrado desde antiguo a perseguir infidelidades o adulterios, aunque ello es algo que hoy ha perdido su original sentido en la medida que se ha producido un relajamiento moral y dicha conducta se ha despenalizado, no siendo siquiera necesaria su invocación en los procesos de ruptura matrimonial.
Por el contrario, el ámbito de la política o del deporte suscita más problemas. Ya hace más de dos milenios que Sun Tzu dio instrucciones sobre cómo organizar un servicio de inteligencia para combatir al enemigo exterior y al adversario político en El arte de la guerra. Modernamente, el caso Watergate, o más recientemente los de Clearstream, Berlusconi o la Comunidad de Madrid, han evidenciado la existencia de periódicas tramas organizadas para espiar mediante escuchas telefónicas ilegales, la apropiación de documentos ajenos o la elaboración de fichas sobre actitudes privadas juzgadas vulnerables desde el punto de vista moral, y todo ello con el propósito de extorsionar al adversario.
Así las cosas, ¿dónde se hallan los límites y en qué terreno puede moverse el llamado espionaje? La ley 23/1992 y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional son muy claras (por todas, la sentencia 114/84). En el ámbito de la seguridad pública, cuando quien espía son los cuerpos y fuerzas de seguridad o los servicios de inteligencia debe mediar siempre autorización judicial expresa. En cambio, en la esfera privada se permite obtener información y pruebas sin control judicial ex ante, en supuestos de vigilancia e investigación incluso de delitos privados, aunque solo a instancias del presunto perjudicado y por encargo de un sujeto legitimado en el proceso judicial, siempre que en la obtención de pruebas no se utilicen medios que atenten contra derechos fundamentales como el derecho al honor, la intimidad personal o familiar, la propia imagen o el secreto de las comunicaciones. Hay que hilar fino, pues. Está en juego un hecho relevante como es la suspensión de derechos fundamentales de las personas, algo que debe operar como límite infranqueable.
Article publicat a El Periódico (11/06/2013)