La manifestación de hoy en las calles de Barcelona a favor de un nuevo Estado de Europa se prevé la más multitudinaria de la historia. Será una Diada insólita, un onze de setembre que acontece en un contexto en que la independencia está permanentemente en las mesas de debate y en la agenda política catalana. Además, el momento actual se presenta revuelto: el 49% de la ciudadanía se halla descontenta con la democracia, el 23% está en paro (el 40% son jóvenes) y el impacto de los recortes acentúan las diferencias entre clases sociales (según datos del CEO, instituto de encuestas de la Generalitat). Todo ello, en el marco de una opinión pública consciente como nunca del déficit fiscal de un 8% anual del PIB y de los recortes al Estatut.
Pero lo relevante es que, para muchos de los manifestantes, ya se dan las condiciones objetivas que han de permitir el inicio de un proceso de secesión, entendido al modo escocés o quebequés, esto es, como una nueva fórmula de relación política y económica con España para conseguir tanta o tan poca soberanía como la que pueda hoy tener Dinamarca en el seno de la UE. Hay pues una auténtica oleada transversal, intergeneracional e interclasista que aúna las reivindicaciones de profundas transformaciones sociales y del sistema democrático con el reconocimiento definitivo de la soberanía de Catalunya.
En este entorno, el independentismo crece y supera el 50% según los sondeos, la sociedad se moviliza y los partidos políticos -algunos- empiezan a intuir que o ellos hacen bandera de las reivindicaciones de miles de catalanes o saldrán otros que les arrebatarán el sitio. Así, los planteamientos para el día siguiente de la manifestación oscilan entre la convocatoria de una consulta sobre el futuro estatus político, convocar elecciones anticipadas o incluso establecer unilateralmente y de facto una Hacienda propia. Todo ello constituye un indudable desafío al Estado, aunque lo más probable sea una convocatoria electoral anticipada que conlleve el reto para los partidos de plantear propuestas de cara a un nuevo e incierto ciclo político. Pero lo que es indudable es que la psicología colectiva apunta que, a partir de ahora, y por primera vez en muchos años, va a pesar más la voluntad de rebelión democrática contra un modelo de Estado que se cree limita las potencialidades del país que la clásica depresión que sigue al fatalismo ambiental de sonados fracasos como el del Estatut.
Por cierto. Un Estatut que era un proyecto de autonomía para Catalunya. Lo era legalmente. Pero que, ante todo, se trataba del enésimo intento de “encaje”, un renovado intento de “catalanitzar” España (algo que a Unamuno se le antojaba imposible y que Ortega reafirmaba al decir que España la hizo Castilla). Un “encaje”, no se olvide, que hasta hace poco había sido la idea hegemónica en los 150 años de historia del catalanismo moderno, entendido como voluntad de acomodar la personalidad nacional de Catalunya a la de un Estado plural. De modo que el desencuentro histórico entre Castilla y Catalunya persiste y la incomprensión mutua, lejos de desvanecerse se acrecienta. Así, la idea de que Catalunya no puede conseguir su reconocimiento dentro de España es más poderosa que la idea tradicional de la mayoría que, hasta ahora, pensaba que, en democracia, el pleno desarrollo de una nación no requiere necesariamente la consecución de un Estado propio. No hay más que ver el cambio de actitud de Jordi Pujol, expresidente de la Generalitat, hoy independentista confeso.
Las cosas son como son. Y la Historia demuestra que la estabilidad de los sistemas federales o descentralizados se halla en relación directa con la plena asunción de su multiculturalidad y plurinacionalidad. En ese sentido, queda relativamente lejos el fiasco estatutario pero las heridas no han restañado. En la mente de muchos catalanes, el fracaso se explica por el exceso de cálculo partidista en la parte catalana pero, sobre todo, por los recortes que experimentó un texto que, sin ser el mismo que aprobó el Parlament por el 90% de sus miembros, había sido refrendado por el pueblo catalán. Seguido del grosero sainete del politizado Tribunal Constitucional, erigido en una tercera cámara que, sin deferencia alguna para con los depositarios de la soberanía popular enmendó les enmendó la plana. Y todo ello, amenizado por las feroces y hostiles campañas de la derecha política y mediática española más rancia y por la inhibición de los sectores progresistas y liberales, de mayor tradición democrática y por ende más comprensivos.
La actual situación, pues, no es un intento de aprovecharse de la debilidad del reino de España en plena crisis económica. La crisis influye, lógicamente. Pero la sentencia del TC en que se recortaba un Estatuto no independentista dejó sus secuelas. Y ahora, hasta los más moderados dudan de la voluntad del Estado de reconocer a Catalunya como nación, con las consecuencias políticas, sociales, éticas y económicas que ello comporta. Y mientras tanto, en la otra ribera, muchos de los que hoy reconocen de forma extemporánea el error del “café para todos” son los mismos que impidieron y siguen impidiendo no sólo la transformación de España sino un mayor reconocimiento de la singularidad catalana, unas competencias menos volátiles y un sistema de financiación más justo y equitativo. Y ellos sí aprovechan la crisis para recentralizar, eliminar la autonomía financiera y cargar el muerto a las autonomías. El centralismo exacerbado es pues lo que ha llevado a esta encrucijada. Los adversarios del Estatut han acabado consiguiendo el efecto contrario de lo que perseguían. No en vano, el independentismo ha aumentado de forma exponencial e incluso, para los no independentistas, la aspiración radica ahora, como mucho, en mantener una relación sin duda más distante, nada afectiva, con trazos de bilateralidad puesto que España ha perdido todo su poder de atracción.
Article publicat a El Publico (11/09/2012)