Article publicat a El País, el dia 11 d’abril de 2024.
Tras varias reuniones del Consejo de Asuntos Generales sin abordar la cuestión, y meses de evaluación legal, financiera y de orden práctico, el Gobierno ha reavivado este martes la cuestión de la oficialidad del catalán, el euskera y el gallego en la Unión Europea (UE). Para que no pase como con aquellas “promesas que volaron y no pueden volver” de la canción de Karina, el Ejecutivo va a tratar de persuadir nuevamente a sus socios de no dejar la cuestión en el baúl de los recuerdos debido a la excepcionalidad de la medida (de «caso único») y a su encaje en el Reglamento núm. 1 de 1958, que disciplina los usos lingüísticos en la Unión, atendiendo tanto al reconocimiento constitucional interno de esas lenguas, a su efectiva presencia en las Cortes Generales, y a su significativo número de hablantes, que, en el caso del catalán, supera a lenguas hoy oficiales como el danés, el gaélico (irlandés), el croata, el esloveno, el maltés, el lituano, el letón o el estonio.
Y es que, con tantos frentes abiertos como el calendario electoral o la incesante fronda de la derecha contra la futura ley de amnistía y otras cuestiones que no dejan nunca de regurgitar como la corrupción, no se ha ponderado suficientemente la transcendencia de los acuerdos en materia lingüística que, por lo pronto, han permitido utilizar todas las lenguas oficiales en el Congreso de los Diputados, además de trasladar esa misma posibilidad a las instituciones de la UE y, no menos importante, impulsar una ley que garantice, como recomienda el último Informe del Comité de Ministros del Consejo de Europa sobre el cumplimiento de la Carta de Lenguas Regionales o Minoritarias, el uso de todas las lenguas oficiales ante las instituciones estatales y el derecho de los hablantes en los procesos judiciales.
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Y ello es de destacar porque, sin duda, el modelo lingüístico constitucional ha supuesto el reconocimiento de las lenguas distintas del castellano al más alto nivel normativo y un notable incremento de su uso institucional, así como la extensión de su conocimiento y uso social, tras décadas de prohibiciones y de postergación. Si bien, no es menos cierto que, al mismo tiempo, y pese a tratarse de una cuestión de gran importancia simbólica y afectiva, el esquema lingüístico diseñado en 1978 —e inspirado en el de la sociedad agraria de la Constitución de la Segunda República— dista mucho de ser equitativo: el castellano es la lengua española oficial del Estado, y todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla, por lo que hay un derecho prioritario de los castellanohablantes a consecuencia de la incidencia de su derecho en las áreas de habla castellana (oficialmente unilingües), de la personalidad de su derecho en las no castellanohablantes (que se convierten en bilingües) y a su hegemonía del castellano en las instituciones centrales del Estado. Además, la Constitución se remite a los estatutos de autonomía para que sean estos los que declaren la oficialidad del resto de lenguas, sin ni siquiera mencionarlas, y prevé respetar y proteger —nadie sabe cómo— la riqueza de las diferentes modalidades lingüísticas.
Esto se explica porque el criterio que orientó al constituyente fue la convicción del conocimiento generalizado del castellano, fruto de siglos de historia compartida, además del propósito nada disimulado de preservar la lengua como eje de unión política. De ahí que haya habido una línea de pensamiento y de acción política que ha preconizado la noción de “lengua común”, en el sentido de considerar el castellano como lengua principal de comunicación, pese a que el 40% de los españoles viven en comunidades autónomas plurilingües, y en seis de ellas existe una lengua oficial distinta del castellano, además de una panoplia de modalidades lingüísticas que van desde el bable hasta el amazigh de Ceuta.
El asunto se halla lejos, todavía de su plena normalización. Prueba de ello es la utilización espuria de la lengua con fines políticos. Sin ir más lejos, las asociaciones de defensa y promoción del aragonés y el catalán en Aragón han denunciado la intención del gobierno de esa comunidad (PP) de retirar a esas lenguas la condición de propias de la región y de pasar a defender “modalidades lingüísticas” como el cheso o el fragatino. Precisamente, 250 académicos de la Universidad de Zaragoza han reclamado que se tenga en cuenta su criterio científico y el de la Academia Aragonesa de la Lengua. Ya se sabe que la cabra tira al monte y no hay cabrero que la guarde: en 2013 un gobierno del mismo signo modificó la Ley de lenguas para crear el LAPAO, risible glotónimo con el que se pretendía designar la lengua aragonesa del área oriental en sustitución del catalán hablado en la Franja bajo variantes dialectales como el catalán ribagorzano, leridano o valenciano de transición. También hace poco, el presidente de la Generalitat valenciana (PP) ha asegurado que “no va a tolerar que se diga que aquí [la Comunitat valenciana] se habla catalán, se habla valenciano”, pese a que desde 2005 el ente normativo del valenciano, la Acadèmia Valenciana de la Llengua, dictaminó que valenciano y catalán son la misma lengua, “compartida en territorios como Cataluña, las Illes Balears y Andorra”. Parafraseando nuevamente a Karina, parece que, pese a algunos brotes verdes, “cualquier tiempo pasado fue mejor.