Article publicat a El Diario.es, el dia 28 de juliol de 2023.
Es sabido que la Constitución no menciona explícitamente la figura de la amnistía, aunque sí el derecho de gracia (art. 62.i), indicando que le corresponde al Rey ejercerlo con arreglo a la ley y sin que se puedan autorizar indultos generales. Dicha regulación se completa con el artículo 87.3, que en su último inciso establece la prohibición de la iniciativa legislativa popular en ese ámbito y el artículo 102.3 que lo hace igualmente inviable en los supuestos de responsabilidad criminal del presidente y demás miembros de Gobierno. Nada más. Ello es relevante porque ese silencio constitucional, combinado con la expresa prohibición de los indultos generales es lo que lleva a algunos sectores jurídicos a sostener que la Constitución excluye la amnistía de nuestro ordenamiento con el argumento de que, si el texto constitucional prohíbe como mínimo el indulto general, con más motivo prohíbe lo más (la amnistía).
Con todo, dicha interpretación, de signo prohibicionista, ha sido sin embargo contradicha por diversos pronunciamientos del Tribunal Constitucional (TC), que nos permiten defender su admisibilidad en el marco de la Constitución: la sentencia 63/1983 no cuestionó la actuación del legislador al aprobar en su día la ley de 1977, además de afirmar la posibilidad de concebir la amnistía como «una razón derogatoria retroactiva de unas normas y de los efectos ligados a las mismas», y la sentencia 147/1986, que analizó la modificación de esa ley en 1984, no hizo reproche alguno de ilegitimidad. En este contexto cabe citar además las amnistías fiscales que permitieron no solo regularizar las deudas con Hacienda, sino también exonerar de responsabilidad penal a los presuntos defraudadores: por ejemplo, la declaración tributaria especial introducida por la disposición adicional primera del Real Decreto-ley 12/2012, de 30 de marzo, declarada inconstitucional por razones formales en la sentencia 73/2017, debido a que se empleó un decreto-ley, con lo que las declaraciones presentadas desplegaron sus efectos.
Por otra parte, sin dejar de tener en cuenta, como veremos, que en la trayectoria histórica del constitucionalismo español se hallan precedentes de la admisibilidad de la amnistía sin expresa previsión constitucional, pueden aducirse otros argumentos a favor de la inequívoca constitucionalidad de la amnistía. En primer lugar, que se trata de un instituto jurídico sustantivamente diferente del indulto. El indulto está vinculado a la prerrogativa de gracia y se distingue de la amnistía por la finalidad (al indulto lo impulsan razones de utilidad pública, equidad o justicia y la amnistía se mueve en parámetros políticos); el órgano competente y el instrumento jurídico hábil (el Gobierno por decreto en el caso del indulto y el Parlamento por ley en el caso de la amnistía); los efectos que se derivan (individuales e individualizados en el caso del indulto, y generales e indeterminados en el caso de la amnistía); y por las consecuencias jurídicas (el indulto elimina con carácter retroactivo la responsabilidad penal, y la amnistía supone una avanzada extinción).
En segundo término, la ausencia de previsión en la Constitución no equivale a prohibición, especialmente si la medida no se opone o contradice otros principios o valores constitucionales. Lo cierto es que la Constitución no menciona la amnistía pero sí está presente en el ordenamiento: el artículo 666.4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que la existencia de una amnistía constituye una condición de excepción para la exigencia de responsabilidad penal y el artículo 16 del Real Decreto 796/2005, de 1 de julio, por el que se aprueba el Reglamento general de régimen disciplinario del personal al servicio de la Administración de Justicia establece que una de las causas de la extinción de la responsabilidad disciplinaria es la amnistía. En fin, la reciente Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática se refiere expresamente a la Ley de 1977 en su artículo 2.3, como uno de sus fundamentos.
Precisamente, hace ahora dos años, a instancia de distintas entidades civiles tuve ocasión de elaborar, con la colaboración de otros colegas, entre ellos el penalista J. J. Queralt, el texto de una proposición de ley que fue presentada por diversos grupos parlamentarios en el Congreso de los Diputados. Lamentablemente, la Mesa la inadmitió en términos absolutos, invocando una breve nota de los letrados de la Cámara que aducían su palmaria inconstitucionalidad por tratarse de un indulto general encubierto. Fue un hecho insólito, pues ni siquiera se permitió el debate de la toma en consideración por el Pleno, a partir de la singular doctrina del TC sobre las funciones de calificación material de las iniciativas parlamentarias por parte de las mesas, retomada y reforzada por el TC en el contexto de los reiterados conflictos en la Mesa del Parlamento de Cataluña. Con todo, aquella iniciativa es hoy perfectamente válida en su sustancia, aunque fue alterada en algunos de sus presupuestos como producto de la transacción política, para convertirla en una propuesta de amnistía asimétrica, que excluía, por ejemplo, a los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Creo que esto debería enmendarse ahora. Una futura ley de amnistía debe fundamentarse no solo en la existencia de un grave conflicto político, sino también en un valor constitucional como la «justicia» como instrumento para la superación de dicho conflicto y recuperar la normalidad política. Y la justicia debe plasmarse y articularse junto a otros principios y valores democráticos como el de igualdad, determinando con precisión el ámbito subjetivo de sus beneficiarios, con voluntad de no excluir ningún tipo de comportamientos ilícitos, además de su alcance temporal y las conductas delictivas a las que se aplica.
Hablando de procesos de normalización política, el derecho comparado, donde las referencias constitucionales a la amnistía son escasas o inexistentes, nos muestra cómo esta institución ha permitido afrontar el desenlace de conflictos en contextos liberal-democráticos como en Francia, tras la guerra de independencia de Argelia (1962, 1968 y 1982). También explica la Ley 46/1977, aplicada de forma pacífica durante la transición e incluso después de promulgarse la Constitución de 1978, pues no se vio afectada por la disposición derogatoria tercera de la Constitución que anula las disposiciones que se oponen a ella. Y es que la Constitución, como todas, es un marco normativo abierto que permite al legislador —y no a los tribunales—, el único con legitimidad democrática directa, actualizar permanentemente la voluntad del constituyente y adaptarla a las situaciones que la evolución política presenta. Además, la Constitución de 1978 se integra en la tradición que ha alumbrado los Estados Sociales y Democráticos de Derecho contemporáneos. Todo ello explica que, a diferencia del indulto, que está atribuido al Gobierno, la amnistía requiera la intervención del legislador democrático, mediante un procedimiento legislativo reforzado, en la medida en que se exige una ley orgánica, una garantía añadida.
Esta configuración de la amnistía como vía de superación de un grave conflicto político entronca, como ya se ha avanzado, con un relevante precedente histórico: la amnistía ratificada por la Diputación Permanente del Congreso de los Diputados en 1936 a propósito del Decreto-Ley de 21 de febrero del mismo año. Las concomitancias con la situación presente son evidentes puesto que esa amnistía implicó, entre otros efectos, dejar sin efecto las penas de 30 años de prisión por delito de rebelión que el Tribunal de Garantías Constitucionales de la Segunda República había impuesto al presidente de la Generalitat y a miembros de su Gobierno por los hechos del 6 de octubre de 1934. La exposición de motivos del citado Decreto-Ley es suficientemente elocuente del sentido de la amnistía ya que la califica «de una medida de pacificación conveniente al bien público y a la tranquilidad de la vida nacional, en que están interesados por igual todos los sectores políticos».
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