No ha vuelto el bipartidismo

Article publicat a El País, el dia 8 d’agost de 2023.

Leo estos días en diversos medios que tras las elecciones generales del 23-J ha vuelto el bipartidismo, o al menos el bipartidismo imperfecto que caracterizó nuestro sistema político hasta las generales de 2011, cuando la emergencia de nuevas fuerzas políticas nacidas al calor de la crisis de 2008 y del movimiento del 11-M (Unidas Podemos y sus confluencias), o más adelante debido a la eclosión de la cuestión territorial (Ciudadanos–Partido de la Ciudadanía), acabó con la hegemonía y el turnismo de PSOE y PP. Un giro que se vio confirmado en las europeas de 2014 y en las legislativas de 2015, y aumentado si cabe en las de 2019 con la irrupción de la ultraderechista Vox, a tal grado que en el Congreso llegaron a coexistir hasta 19 partidos y una decena de grupos parlamentarios.

Sin embargo, el bipartidismo no ha regresado y no se le espera. Como mucho, podría hablarse de que la fragmentación partidista se ha estabilizado tras las últimas elecciones, con 11 partidos en la Cámara baja y nueve potenciales grupos parlamentarios, debido sobre todo a la extrema polarización electoral PP-PSOE, a la no concurrencia de Ciudadanos y al efecto aglutinador de Sumar. Los dos grandes partidos obtuvieron su mejor resultado desde la irrupción de Podemos y fueron la fuerza más votada en el 89,6% de los municipios españoles. Sin embargo, los datos en términos absolutos son elocuentes: en las elecciones de 2008, PSOE y PP se repartieron 21,5 millones de votos. En las de 2019 no llegaron a 12 millones. Y en 2023, en circunstancias excepcionales como las descritas, apenas alcanzaron los 16.

Cierto es que la complejidad aparejada a tal fragmentación dio lugar a algunos acontecimientos insólitos, como la dilatación de los periodos de gobierno en funciones (314 días tras las elecciones de 2015, 253 tras las de 2019), con lo que ello conlleva de parálisis e incluso de controversia sobre la continuidad del control del Ejecutivo por el Parlamento, extremo zanjado por el Tribunal Constitucional en 2018. Además, en términos de confianza política no es menos cierto que se han encadenado dos disoluciones de las Cortes por no obtener el candidato el apoyo necesario, proliferando las rondas de consultas del Rey. Incluso se produjo en 2016 la inopinada renuncia del líder del partido con mayor número de votos a ser propuesto candidato a la investidura (Mariano Rajoy), y la aceptación del siguiente en la lista, sin posibilidades de ser investido (Pedro Sánchez), solo como instrumento para dar inicio al cómputo de dos meses desde la primera votación de investidura para precipitar una nueva convocatoria electoral.

No deja de ser anómalo e infrecuente que haya habido tres investiduras fallidas: Pedro Sánchez y Mariano Rajoy en 2016, y nuevamente Pedro Sánchez en 2019. Y, en fin, hablando todavía de la relación fiduciaria entre el Parlamento y el Gobierno, no puede olvidarse la aprobación por primera vez de una moción de censura, en 2018 contra Mariano Rajoy, presentada por el grupo parlamentario socialista, con Pedro Sánchez como candidato, donde se concertó un espectro de fuerzas de signo tan heterogéneo, que incluso alguna de ellas venían de dar su aprobación al proyecto de Presupuestos del Gobierno removido. El carácter coyuntural de esa comunión de intereses se puso crudamente de relieve al cabo de nueve meses, cuando el proyecto de cuentas para 2019 fue rechazado, y el presidente del Gobierno compelido políticamente a hacer uso de su facultad de disolución.

Sin embargo, nada tiene que ver la atomización partidista con el desenlace de otras funciones del Parlamento, como la de nombramiento o integración de órganos constitucionales, donde el balance es poco menos que desolador si se constata la parálisis o el retraso que hubo en la renovación del Tribunal Constitucional y, sobre todo, el que existe a propósito del Consejo General del Poder Judicial, circunstancia más bien imputable al ventajismo partidista del PP. Y es que la fragmentación de la representación política es inherente al pluralismo del estado de partidos y genera un Parlamento más representativo. No puede afirmarse que conlleve necesariamente la inestabilidad en la gestión del Gobierno, aunque en ocasiones se manifiesten algunas patologías como las observadas a partir de 2011, que son consecuencia de la emergencia del populismo derivada del creciente deterioro de la prosperidad y de las desigualdades, una situación ante la que los partidos acostumbran a enfatizar sus diferencias a la búsqueda de su propio rédito electoral, dificultando el diálogo constructivo y el consenso en temas cruciales. Y ello tiene que ver más con la proverbial inclinación del sistema político español a la confrontación sin cuartel que a la colaboración mediante acuerdos estables y, si es preciso, más allá de la lógica de las mayorías.

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