La regeneración pasa por el Parlamento

Article publicat al diari El País el 24 de març del 2022.

Decía Ignacio Sánchez Cuenca en estas mismas páginas, cuando todavía no se había consumado el pacto entre el Partido Popular y VOX en Castilla-León, que un partido que quiere destruir la democracia no es digno de entrar en un Ejecutivo. En Alemania, hace poco, la CDU dejó claro durante las elecciones federales que con la ultraderecha “ni se coopera ni se negocia”, algo que los democristianos germanos ya habían puesto en práctica tiempo antes en Turingia. Por el contrario, en España las alianzas políticas, incluidas las que afectan a la ultraderecha, se rigen por un mero cálculo partidista y cortoplacista. La derecha tradicional está llamada a hacer una profunda reflexión en ese sentido, en términos homologables a nivel europeo. Aunque, por lo pronto, pese a algunos felices augurios, el nuevo liderazgo popular ha sucumbido a la tentación del tacticismo corto de vista.

Pero hay otros frentes a tener en cuenta. Decía Ortega que la Institución parlamentaria en España se ha visto sometida históricamente a diversos avatares, que van desde los excesos del parlamentarismo de la Segunda República hasta su exclusión durante los períodos autoritarios. La fragmentación partidista y la ausencia de grandes acuerdos en el Parlamento es una constante atávica. Aunque, no es menos cierto que hoy día es un fenómeno creciente en otros lares, como se observa en Francia o EEUU, asociado al pluralismo del estado de partidos y a la extrema polarización provocada por el malestar social derivado del deterioro de la prosperidad, del incremento de las desigualdades y de la inquietud que generan las transformaciones a nivel global.

No obstante, en España no ha habido nunca ninguna inclinación hacia el consociativismo que rige en otras sociedades profundamente divididas, en las que el reparto del poder político opera, cuando es preciso, más allá de la lógica de las mayorías. A la vista está en el caso castellano-leonés. O de la ejecutoria del Parlamento, que hoy día ostenta un rol que oscila entre ser caja de resonancia del Gobierno, sin relevancia en la toma de decisiones, o, como ya se ha dicho, actuar como el vehículo de algunas minorías para torpedear cualquier iniciativa del Ejecutivo, con el menoscabo que ello supone para el funcionamiento del sistema democrático. No hay más que ver la parálisis en la renovación de los órganos constitucionales, pues, pese a la controversia que suscita el consabido método de “lotización” entre partidos, es el ventajismo partidista de la derecha el que nos ha deparado un Consejo General del Poder Judicial caducado desde fines de 2018, y una renovación del Tribunal Constitucional saldada con poderosas dudas sobre la idoneidad de algunos de los ahora ya magistrados.

Así, siendo cierto que no ha habido nunca una edad de oro del parlamentarismo en España, es indudable el insólito nivel de desprestigio alcanzado por el Parlamento en nuestros días. La imagen más icónica y reciente de ese descrédito es el grotesco episodio de la votación de la reforma laboral (por sus derivadas, no tanto por el error humano o mecánico). Y ello pese a que el sistema parlamentario dibujado por la Constitución de 1978 sitúa las Cortes Generales en el centro de la vida política, como único órgano de legitimidad democrática directa y con las funciones constitucionales más relevantes de actualización de la voluntad constituyente.

Pero no es solo el persistente antagonismo y el empate infinito izquierda-derecha lo que explica este fenómeno. Hay otros factores explicativos de la crisis de la representación. Por ejemplo, la dudosa forma de conducirse por parte de algunos actores políticos o las falencias de nuestro ordenamiento. El primero es un terreno lábil, pues se adentra en la esfera de la cultura política y democrática, y afecta a la idiosincrasia de nuestros representantes. El segundo es más simple: nos invita a operar cambios urgentes para “reparlamentarizar” y modernizar el Parlamento, para evitar la perpetuación de algunos dogmas y procedimientos más propios de una institución decimonónica y atribuir a las minorías un papel más preponderante.

Empezando por eliminar algunos vestigios del viejo “parlamentarismo racionalizado”, que hoy día no solamente refuerzan la posición privilegiada del Ejecutivo en el Parlamento, sino que incluso “mayorizan” la mayoría. Lo cual podía explicarse en 1978 por el recuerdo de la convulsa experiencia republicana y la atomización partidista de la Transición, pero no ahora. Así, todavía hoy, una minoría cualificada no puede en las Cortes impulsar de forma vinculante una comisión de investigación o propiciar un debate específico. El abuso del decreto-ley por parte de todos los gobiernos ha convertido estas normas con fuerza de ley en casi irresistibles, ante la mirada de un TC inusualmente deferente. Y qué decir de las prórrogas presupuestarias automáticas o del bloqueo de iniciativas legislativas por la Mesa para impedir siquiera el debate de la toma de razón en el Pleno o el uso exorbitante de la prerrogativa de veto presupuestario. Hay margen, al menos para conectar el Parlamento con la sociedad y dejarlo fuera del alcance de las invectivas del ciudadano indignado.

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