Hay cierta recurrencia estos días a la hora de decir que España no es Grecia. Y es lo cierto. Aunque no tanto como para pensar que el espejo helénico es tan refractario que nada de lo que ha acontecido en ese país pueda influir en nuestro futuro. Sin duda la crisis del sistema político y partidario español es la madre de todos los problemas actuales de España. Pero, no se olvide, la crisis económica y los reiterados episodios de corrupción son en parte derivadas de una misma patología estructural: los manejos propios de una gobernanza telúrica y opaca que rige nuestro destino en lo económico, y el autoritarismo postdemocrático que exhiben la mayoría de nuestros partidos políticos, que han centrifugado la voluntad popular del proceso decisional, y se han convertido en auténticas máquinas de provisión de cargos y de competir electoralmente.
De ahí que la respuesta social ante ese cuadro clínico no se ha hecho esperar. Está ahí en forma de previsibles, y quizás irreversibles pérdidas electorales para los partidos que han pilotado la democracia desde la Transición. Prueba de ello es que muchos sectores políticos tradicionales expresan a diario su temor ante un eventual cambio que desplace el poder a manos de unos desconocidos, no sólo por ignotos, sino también porque dicen proponer una renovación profunda del entramado político e institucional y sugieren reformas constitucionales profundas, el abordaje de la cuestión territorial, una mutación del sistema de partidos o de la ley electoral, etc.
Se trata de una preocupación compartida por la derecha y la izquierda, si bien es patente que el malestar social ha operado sobre todo un claro desplazamiento del epicentro sociológico hacia la izquierda, donde ha anclado sus posiciones. De donde, sin cuestionar la obvia erosión que está experimentando el Partido Popular, que ve peligrar su actual hegemonía por todos sus flancos, pese al clásico atrincheramiento de todo el espectro conservador, donde más han aflorado los nervios es en la izquierda. Claro está: la atomización partidista en ese espacio, con la emergencia de nuevas opciones como Podemos, cuestiona ya no el bipartidismo imperfecto imperante desde 1977, sino que augura una autentica implosión en el universo progresista.
Lo relevante es que ante este fenómeno la socialdemocracia que representa el PSOE, con un bagaje con luces y sombras, como arquitecto de las grandes transformaciones del Estado en democracia, y también como responsable de una pésima gestión de la crisis económica y de preterir sus postulados esenciales bajo el pretexto del rescate o del impago, huye como del diablo tanto de la idea de corregir los excesos derivados de la Transición como de la necesidad de auspiciar un gran cambio económico, mediante una cierta variedad de planteamientos que van desde una vaporosa reforma constitucional hasta la oferta de una gestión económica renovada y pragmática.
Bien. Pero no hay duda de que por esa senda se llega a lo sucedido en Grecia, donde Syriza ocupa el espacio abandonado por la socialdemocracia. En otras palabras, los que han empujado a Tsypras al poder son los que más pavor tenían a su victoria. Además de que el reto inmediato de la izquierda en Europa no se contrae a la creación de mayorías progresistas en un solo país. Ni tan sólo a forjar una alianza de países meridionales. Véase si no a Rajoy haciendo campaña en Grecia a favor de su homólogo Samaràs, diciendo que lo que Grecia y España necesitan es estabilidad. La estabilidad de los que han perdido su empleo o sufren en sus carnes la peor de las desigualdades, se entiende.
Es decir, tal y como van las cosas en este mundo nuestro de la globalización las más de las veces se puede estar en el gobierno pero no en el poder. Ya nadie puede cambiar las reglas del juego unilateralmente, ni frau Merkel ni los célebres hombres de negro de la Troica. El aligeramiento colectivo de las sofocantes cargas actuales mediante un gran acuerdo de alcance europeo sobre el futuro de la deuda podría constituir un excelente punto de partida común para poner en jaque la asfixiante hegemonía de la derecha y del neoliberalismo rampante desde los noventa, a tal grado que ha hecho verosímil aquella divisa marxista de que el pensamiento dominante es el de la clase dominante. Lo que, traducido en términos actuales, querría decir que no hay vida inteligente fuera del planeta austeridad. Así las cosas no es de extrañar que la Comisión Europea haya actuado como el más eficiente agente electoral de Tsypras, diseñando un plan de rescate griego con un ritmo de devolución imposible y una tutela paternalista y humillante de su gobierno. ¿Moraleja? Si no quieres ver reverdecer los extremos en tu jardín, cambia de política. No en vano, como dijo Thomas Piketty hace unos días, si duda uno de los economistas más influyentes del momento, las propuestas de Syriza puede que no sean del todo realizables, pero desean construir una Europa más democrática.
Y, hablando de democracia, es sabido que a la hora de analizar la vigencia y salud de toda Constitución se suelen utilizar dos parámetros: el grado de aceptación social y el cumplimiento de su función social, esto es, la capacidad de asegurar la integración política, fijar unas bases para una convivencia sólida y el consenso social. Así, lo que hace 36 años fue un vehículo lleno de posibilidades ahora es el legado de un Estado con aluminosis en sus cimientos. Véase sino la opinión de los encuestados por el CIS, que revela que más de la mitad de los españoles están poco o nada satisfechos con la Carta Magna, y que se cumple poco. Los problemas irresueltos, en términos de calidad, higiene y participación democrática, de independencia de las instituciones, de efectividad de los derechos sociales, de reconocimiento de derechos colectivos sobre el futuro político de los distintos territorios, demuestran que un mero escayolamiento no va a poder disimular las grietas ni mantener a la larga esa alma intangible que sostienen algunos que tiene la Constitución de 1978. Además de que, no se olvide, sólo un tercio de los españoles actuales la votaron y todas las democracias de larga tradición han reformado sus textos fundamentales decenas de veces precisamente para salvarlos. Como decía Jefferson, por muy acertada que hubiera sido la tarea del poder constituyente, éste no puede condicionar el futuro de varias generaciones. (Enlace al artículo en El País)