¿Estabilidad o bipartidismo?

Al parecer, el PP está determinado a impulsar una reforma de la ley electoral sin el concurso del PSOE ni de ninguna otra fuerza política para modificar el actual sistema de elección de los alcaldes, en el marco de un sedicente plan de regeneración democrática o de mejora del funcionamiento de las instituciones. Se trata, con matices, de una propuesta que desde hace años aparece y desparece como el Guadiana de la escena política española, y se funda en la necesidad de que los alcaldes sean elegidos directamente por los ciudadanos y no, como ahora, por los concejales. Para ello, se ha aducido, como en estas mismas páginas el profesor Francesc de Carreras, que el actual sistema de elección indirecta o de segundo grado de los alcaldes propicia pactos anti natura, compuestos por coaliciones heterogéneas y con ediles de escasa representatividad en muchos casos, al sostenerse en precarias mayorías que, por lo demás, favorecen el transfuguismo más abyecto.

De entrada, no hay que ser precisamente un Einstein para apercibirse de que esa inveterada y nunca consumada propuesta adolece, en estos momentos, a nueve meses de las elecciones municipales, no sólo del consenso necesario en una materia sensible como el régimen electoral sino del don de la oportunidad, con los comicios locales en ciernes. Además de que aparece lastrada de origen por un indisimulado cálculo electoralista de Mariano Rajoy, ante la erosión política experimentada por el PP gobernante y, sobre todo, por la progresiva alteración del mapa electoral propiciada por la irrupción de fuerzas políticas emergentes como Podemos, que han hecho implosionar las mansas aguas estancadas del oasis bipartidista español. No en vano, cuando el líder popular hizo hace unos días una encendida defensa del bipartidismo señaló la “estabilidad, seguridad y certidumbre” como las principales virtudes de esta tradicional dinámica política.

Vayamos por partes. Por lo pronto, la formación de gobiernos de coalición multipartidistas y multinivel es sin duda una de las experiencias más extendidas en la Europa democrática occidental. Después de la Segunda Guerra Mundial, la práctica coalicional ha sido moneda corriente, como demuestran los estudios de Laver y Schofield (1990), que revelan que de los 218 gabinetes existentes en 12 democracias europeas de posguerra, cerca de un 85% eran de coalición. Según Budge y Keman (1990), puede hablarse incluso de los dos tercios de los 380 ejecutivos habidos en otros tantos 19 países. A partir de esa realidad incontestable, hoy se asume científicamente que los gobiernos de coalición no son necesariamente débiles e inestables, una falsa idea que colisiona a todas luces con una realidad que demuestra que en la mayoría de casos los ejecutivos plurales constituyen una respuesta equilibrada y estable cuando, después de unas elecciones, ningún partido político obtiene una mayoría estable.

Por lo que al bipartidismo se refiere, es lo cierto que los dos principales partidos en España concentran el 81% de los diputados. Por el contrario, como ha apuntado recientemente el profesor Germà Bel, entre todos los estados medianos o grandes de la UE (a partir de los Países Bajos), sólo hay dos con mayor concentración en los dos primeros partidos: Reino Unido (86%) y Francia (85%). El resto se hallan muy por debajo, y también los más pequeños, con la excepción de Hungría y Malta. Pero es que, claro está, en el Reino Unido y en Francia rige un sistema de elección por distritos uninominales, lo que favorece en gran medida la concentración partidaria, pese a que, también es cierto, ello refuerza el poder de los electos ante los aparatos de partido.

El caso español es, sin embargo, singular. La concentración bipartidista es fruto de un sistema electoral forjado durante la transición y que elimina de un plumazo la proporcionalidad en las provincias menos pobladas. Y eso y no otra cosa es lo que, trasladado ahora al mundo local, está en la base de la propuesta del PP: intentar conservar muchas alcaldías que hoy penden de un hilo a la vista de los resultados de las elecciones europeas y de los recientes estudios de opinión sobre intención de voto. Si no fuera así, no se habría planteado Rajoy otorgar directamente la mayoría absoluta a aquellas fuerzas que alcancen el 40% de los votos sino abiertamente la elección directa del alcalde, en las propias urnas. Claro está que esa posibilidad, que, con sus pros y contras, se ha planteado en algunas ocasiones reduciría considerablemente el poder de los partidos políticos y atribuiría a los alcaldes un margen de discrecionalidad más amplio si cabe que el actual. Así pues, lo que está aquí en juego no es ni la estabilidad, ni la seguridad, ni la certidumbre, ni por supuesto la regeneración democrática sino mantener a ultranza un sistema partitocrático fundamentado en un bipartidismo intratable y en unos partidos verticales con un poder omnímodo. Ni más ni menos.

Publicat a El País, 21 d’Agost de 2014

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