A decir de todas las encuestas publicadas recientemente, la reforma del aborto proyectada por el ministro Gallardón cuenta con el rechazo de la mayoría de la población y no concita siquiera el apoyo del grueso de los votantes del PP y de los que se declaran católicos. Se trata, en términos electorales, de un auténtico naufragio político. El guiño a la Conferencia Episcopal y a los sectores más conservadores no sólo no tiene ningún traslado en expectativa de sufragio sino que el hegemónico voto de centro huye despavorido ante tamaña posición extrema. Ello no obstante, persiste un debate más trascendente, si cabe, y que afecta a nuestro estado de derecho: ¿es legítima una ley involutiva, que cancela derechos fundamentales consolidados con el tiempo?
No es una cuestión baladí a la vista del contencioso provocado tanto por esta propuesta del PP como por el felizmente no nato proyecto de prohibición del matrimonio homosexual, o incluso de la polémica «abrogación» de la doctrina Parot. No en vano, en los últimos dos casos ha habido recientes pronunciamientos del Tribunal Constitucional (TC) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que han condicionado al Ejecutivo: por un lado, subrayando un principio general del derecho, presente en el artículo 9.3 de la Constitución (CE), a menudo postergado, como es el de la irretroactividad de las disposiciones restrictivas de derechos individuales; y por otro, evidenciando que, cuanto mayor es el consenso europeo sobre sobre la protección de los derechos humanos, tanto menor es el margen de apreciación interna por parte de los estados.
Volviendo al aborto, la STC 53/1985 declaró la constitucionalidad de la despenalización parcial del aborto en los términos contenidos en una Ley Orgánica del mismo año, de reforma del Código Penal, en los supuestos éticos, terapéuticos y eugenésicos. Pero en ella, además, el TC no sólo no afirmó que no hubiera lugar a más indicaciones que esas sino que añadió argumentos de los que cabía deducir la constitucionalidad del modelo de plazos: singularmente, el conflicto de intereses entre el nasciturus, que fue considerado un bien constitucionalmente protegido pero no titular del derecho fundamental a la vida (artículo 15 CE); y los derechos fundamentales, estos sí, de la mujer, cifrados en su intimidad, libertad, dignidad y desarrollo de la propia personalidad, como signo de su autonomía.
Ese fue el fundamento, junto al gran cambio sociológico experimentado por la sociedad, de la promulgación de la Ley Orgánica 2/2010, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, cuyo objeto era garantizar los derechos establecidos por la OMS, regular las condiciones del aborto y establecer algunas obligaciones para los poderes públicos. En concreto, se despenalizó el aborto inducido durante las primeras 14 semanas de embarazo, previa decisión libre, informada y sin intervención de terceros, ampliando el plazo hasta la semana 22 en casos de «graves riesgos para la vida o la salud de la madre o el feto». A partir de ahí sólo eran tolerados dos supuestos extremos: anomalías en el feto incompatibles con la vida o enfermedad extremadamente grave e incurable, confirmada por un comité clínico.
Por el contrario, el anteproyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y los Derechos de la embarazada (significativa rúbrica) establece sólo dos supuestos de despenalización: el «grave peligro para la vida o salud física o psíquica de la mujer» durante las primeras 22 semanas de gestación o el embarazo fruto de un delito denunciado contra su libertad o indemnidad sexual, dentro de las 12 primeras semanas. No es pues un regreso a la ley del 1985, es un trayecto más largo en el túnel del tiempo, pues elimina el supuesto de malformación del feto y, con ello, estándares de protección presentes en los ochenta. Además de que se aleja de la moderada y añeja doctrina del TC y nos sitúa extramuros del parámetro de percepción europea de la cuestión. No hay más que ver lo que sucedido en Francia hace poco, con la aprobación de una ley que eliminado el supuesto de «desamparo» vigente desde 1975. Sin duda, un camino inverso al trazado por el PP que, paradójicamente, sigue comparando el aborto con la esclavitud. Así no puede extrañar a nadie la afirmación de la ministra francesa Marisol Touraine, cuando asegura que la propuesta de Gallardón «retrotrae a las mujeres a la edad de piedra».
Publicado en El Periódico