Vivir en un limbo de impunidad

La geografía de la corrupción muestra una Europa blanca, donde, siguiendo la lógica weberiana, la moral protestante exige a los políticos un estricto comportamiento, tanto público, como privado, que los lleva a dimitir por beneficiarse del préstamo blando de un amigo, plagiar una tesis doctoral, mentir para librarse de una multa o por un desliz sexual. Pero, no idealicemos. Realmente, no existen tales arcadias, donde los infractores paguen por nimiedades y la ciudadanía confíe cándidamente en sus Instituciones.

Tampoco es ajustada la imagen concupiscente de los países meridionales, sumidos en la más inexorable de las indolencias y corrupción sistémica. Lo que sí hay en algunas democracias liberales y pluralistas de dilatada trayectoria son convenciones sociales éticas muy arraigadas, además de medidas de control y transparencia rigurosas, que evitan lo que Habermas llama la berlusconización de la sociedad: la sensación de vivir en un limbo de impunidad.

Artur Mas convocó hace unos días a los rectores de los máximos órganos judiciales y de fiscalización en Cataluña. Por lo pronto, sorprende que la iniciativa no fuera dirigida a los partidos. Es al legislador a quien compete adoptar con celeridad las medidas deseables. En el Código Penal, reformado en 2010, se endurecieron las penas y tipificaron nuevos delitos, pero la clamorosa ausencia de controles y transparencia han evidenciado su nulo efecto preventivo.

Además, el Tribunal de Cuentas y la Sindicatura de Comptes están extremadamente politizados y adolecen de medios materiales y personales, amén de la dificultad para acceder a otra información que no sea la que los partidos les suministran voluntariamente. Así que, o se les confiere más medios, o se apodera para ello a la Inspección fiscal y a la Agencia Tributaria.

Y ni qué decir tiene la precariedad de recursos de la justicia y la fiscalía, que eterniza las instrucciones y el enjuiciamiento en la mayoría de casos complejos. Habría que liberar a los jueces de estas causas y sustituirlos temporalmente, o bien, fijar un plazo máximo para las instrucciones y dotarlos de medios. La ley de transparencia facilitaría el acceso de los ciudadanos a toda la información pública: desde el patrimonio de los cargos públicos, a las adjudicaciones de obras.

Por lo demás, concierne a los partidos impulsar un gran acuerdo para moderar el gasto electoral y poner orden en la financiación de los partidos, como pretendía el incumplido pacto de 2001. Aunque el contexto no acompañe, hay que institucionalizar un sistema de financiación público que sea suficiente y que, a cambio, evite espacios opacos como las fundaciones y otros tentáculos. Asimismo, resulta lógico excluir de las listas a los imputados en causas judiciales, mientras la Ley de Enjuiciamiento Criminal no prevea este supuesto, como si lo está, por cierto, para los jueces encausados. Esto es lo relevante.

Se ha dicho que la iniciativa de Mas se erige sobre los pies de barro de un presidente acechado por multitud de frentes abiertos en su propio partido y coalición. Pero es igualmente cierto que su voluntad de imponer un programa audaz de mano dura contrasta con el escamoteo y la huida hacia adelante de su homólogo español ante el tsunami Bárcenas.

Queda otra cuestión: urge una ley electoral que desbloquee las listas cerradas de los partidos y dote a la ciudadanía de instrumentos de participación democrática; sinónimos y garantes de una cultura donde la política sea cosa de todos, aunque sólo unos pocos la ejerzan en cargos públicos.

Las sociedades occidentales de postguerra alcanzaron un alto grado de democracia efectiva, porque durante años la intensa vida de los partidos permitió una participación generalizada de la ciudadanía en la política. Ello se diluyó con la crisis de las grandes ideologías, pero aún quedan las ideas y sobre todo la determinación de afrontar problemas que son colectivos y no poseen respuesta individual como salida a la reversible berlusconización de nuestra sociedad.

Article publicat a El País (13/02/2013)

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