Indultos placebo

Article publicat al diari La Vanguardia

 

 

El Gobierno se prepara para indultar a los presos del procés, pese al previsible desgaste que ello le va a causar en manos de la derecha política y mediática. Se trata de un imperativo político para Pedro Sánchez si quiere consolidar la mayoría de la investidura y buscar un tiempo nuevo en Cataluña, presidido, como dice pretender, por la concordia y no por la revancha, tras una severa sentencia del Tribunal Supremo (TS) que mantiene en prisión a los principales dirigentes del independentismo gobernante.

Por lo pronto, el Ejecutivo va a tener que enfrentarse a la presión de los que exigen rechazar la medida de gracia con el argumento de que no cuenta con los informes favorables —aunque no son vinculantes— ni de la Fiscalía ni del tribunal sentenciador. En efecto, primero fue el ministerio público —que sigue enzarzado en su particular cruzada a favor del escarmiento— el que informó en contra, aludiendo a la ausencia de arrepentimiento, pese a admitir, a reglón seguido, que los informes penitenciarios contenían un pronóstico favorable de reinserción. Y ahora, el TS que ha hecho lo propio, pero añadiendo que no se ha vulnerado el principio de proporcionalidad de las penas y que lo que se pretende es que el Gobierno corrija su sentencia. Un previsible epílogo para quien, sin estar previsto en la ley, dio traslado de las solicitudes de indulto a los condenados para que se pronunciasen con el pretexto de que no habían sido ellos los peticionarios. Una trampa saducea puesta por quien, como se ha visto, se rebela ante el hecho de que el Ejecutivo le arrebata su ius puniendi, pues, tanto si decían que no les incumbía la petición como si la rechazaban ello iba a ser utilizado por el alto tribunal, como así ha sido, para evidenciar su nulo arrepentimiento.

Lo cierto es que la Ley de indultos de 1870 solo exige que estos no causen perjuicio a terceros y que, en caso de delitos privados —como las injurias— medie el perdón del ofendido. Cosa distinta es que la Ley prevea que el tribunal sentenciador haga constar en su informe las pruebas de arrepentimiento observadas, algo que sin duda habrán tenido en cuenta todos los jueces y tribunales a lo largo de siglo y medio… Por otra parte, se dice —y no sin cierta razón— que los indultos son cosas de la monarquía absoluta, en que el Rey legislaba, juzgaba, gobernaba y concedía «mercedes». Pero no se dice tanto que la Ley, aunque decimonónica, es fruto de la Revolución Gloriosa de 1868, un notable progreso de la Justicia demoliberal en su época, concebida para dar respuesta a atropellos judiciales como los que todavía se dan hoy en día.
Así, sin dejar de admitir la discrecionalidad que lleva aparejado cualquier indulto —sin el cual no se comprendería ese derecho—, lo relevante es que la Ley exige que su concesión se funde en razones de justicia, equidad o utilidad social, algo que es fácil de apreciar —y de motivar— en el presente caso, menos para el Supremo, por lo visto. Ciertamente, pese a que la exigencia de motivación en esas circunstancias desapareció con una reforma legal de 1988, la jurisprudencia de la Sala de lo Contencioso-administrativo del TS —la misma llamada a conocer de un previsible recurso— lo restableció al sentenciar que la discrecionalidad no equivale a arbitrariedad, algo que está vetado constitucionalmente a los poderes públicos en su proceder. Ahora bien, que deba motivarse un indulto no equivale a constatar el arrepentimiento como pronóstico de no-reincidencia, algo que no deja de ser absurdo pues llevaría a tener que valorar la sinceridad de las intenciones humanas, como si de un cristiano acto de contrición se tratase. 
Bien está lo que bien acaba. Pero debemos ser conscientes que los indultos —o la reforma del delito de sedición—, pese a su transcendencia en términos de desinflamación, no van a tener más que un efecto placebo. Los centenares de implicados en causas judiciales y en millonarios procedimientos de responsabilidad contable verán cómo la Justicia avanza de forma inexorable. La única solución definitiva —aunque improbable— sería una amnistía, cuya admisibilidad, reconocida por el propio Tribunal Constitucional, deriva de la ausencia de prohibición en la Constitución —pues esta solo proscribe los indultos generales— y de la potestad legislativa del Parlamento para aprobar normas penales con eficacia retroactiva favorable, no solo en supuestos de refundación política sino también en contextos de democracia afianzada en los que se requiere recuperar la normalidad política, como demuestran los precedentes de la Segunda República o de países como Francia.

 

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