Justicia y corrupción

Hay quien piensa que el problema de la corrupción concierne exclusivamente a la justicia. El reclamo de la justicia sirve para que algunos corruptos descarguen su conciencia y hagan ver incluso que el orden se restablece. Sin embargo, una sociedad con una corrupción estructural como la nuestra no va a poder tener nunca una justicia del todo imparcial y eficaz. Sería antisistema. Una justicia así requeriría mayor prevención. Por definición, la mayoría de casos de corrupción, consistentes en sobornos y comisiones, no pueden probarse porque no hay evidencias fáciles. Y, claro está, lo que no está probado, no existe.

Quizás si redujésemos la ambición de los objetivos, esto es, dotando a la Administración de justicia de mayores medios, análogos por ejemplo a los de la Agencia Tributaria, la justicia podría coadyuvar más y mejor en la ardua tarea de combatir la corrupción. Prueba de ello es que gran parte de la preocupación colectiva ante esta lacra es reflejo de la acumulación de casos en los juzgados y de su eco mediático. El principal problema de muchos procesos deriva de la tardanza en sustanciarlos, como denunciaba la propia Casa del Rey hace unos días. Pero también de la negativa de algunos responsables o exresponsables políticos a admitir cualquier implicación, hasta que judicialmente no les queda más remedio. Con todo, muchos políticos empiezan a ser conscientes, a la luz de recientes encuestas, de lo arriesgado de acudir a las elecciones con investigaciones policiales o judiciales en marcha y la injustificable esperanza de que las urnas lo perdonarán todo.

Algunos datos son muy ilustrativos. El caso Gürtel lleva más de cinco años bajo instrucción y los hechos investigados son de la década pasada, e incluso anteriores, pese a que los llamados papeles de Bárcenas eran desconocidos hasta su publicación por este periódico a fines de enero de 2013. La presunta desviación de fondos de los ERE en Andalucía se produjo durante el decenio anterior y la investigación se encamina hacia los tres años. El llamado caso Pallerols se descubrió nada más y nada menos que en 2000, pero no fue hasta hace algunos meses que se tomaron las decisiones judiciales definitivas y UDC aceptó su responsabilidad. Por no hablar del retraso que experimenta la instrucción del caso Palau, con la mayoría de imputados en libertad por decisión de un juez garantista, ante la extrañeza de la mayoría de ciudadanos legos en derecho. Ciertamente, se trata en todos los casos de asuntos complejos y sometidos a un acentuado conjunto de garantías procesales derivadas de un sistema de recursos prolijo, que exige muy pocos requisitos para multiplicar las acusaciones particulares o las personaciones en los sumarios. Pero el principal problema es la carencia de medios, como puso de relieve el juez decano de Palma de Mallorca después de recibir críticas a raíz del retraso en la instrucción del caso Nóos.

Pero para extrañeza, la que provocan los privilegios procesales de los políticos y el ejercicio discrecional del indulto como medida de gracia. En general, los miembros de los Parlamentos son inviolables por los votos y opiniones que emiten en el ejercicio de su cargo. Durante su mandato disfrutan de inmunidad con el efecto de que no pueden ser detenidos si no es en caso de delito flagrante. Esa facultad, reconocida desde el parlamentarismo liberal (freedom of speech), tiene como objetivo garantizar la libre formación de la voluntad del órgano legislativo y permitir que el parlamentario pueda expresarse con absoluta libertad. En cuanto a la inmunidad, busca protegerlo ante actuaciones que pueden suponer restricciones de la libertad por motivaciones políticas (también con origen en el freedom from arrest del liberalismo clásico).

Pero hoy no tienen ningún sentido. Es verdad que la inmunidad no impide los procesos penales, sino que procura evitar que revistan carácter político. Por ello solo se puede detener al diputado en caso de delito flagrante y mantener su detención o procesarlo en caso de autorización de la Cámara mediante el llamado suplicatorio. Pero, aunque el Tribunal Constitucional ha negado sorprendentemente que se trate de un privilegio personal, es evidente que estas prerrogativas son hoy día expresión de una desconfianza con relación al Poder Ejecutivo y Judicial propia de épocas predemocráticas. Además de que puede llegar a discutirse si se trata genuinamente de un privilegio o de un perjuicio, debido no solo a la mayor repercusión mediática de que gozan los altos tribunales, sino también porque en estos casos se juzga en una única instancia, sin derecho a ulteriores recursos, contra lo que es un derecho fundamental reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Pero lo que sin duda atenta contra la igualdad es el fuero: el derecho de los parlamentarios estatales o autonómicos a ser juzgados por determinados órganos judiciales como el Tribunal Supremo o los tribunales superiores de justicia. Aquí, el privilegio es también harto dudoso: se dice que ya querrían todos los ciudadanos que sus casos llegaran tan lejos. No obstante, sin negar la profesionalidad de los magistrados titulares de los mismos, no parece que sean estos los más apropiados, puesto que su función es la de resolver recursos y dar coherencia al sistema con sus resoluciones. No instruir y juzgar. Es como si Messi o Cristiano jugaran en Segunda B.

Además, todo apunta a que en España hay demasiado aforados. A los que prevé la Constitución (presidente del Gobierno, ministros, diputados y senadores, todos ellos aforados al Supremo), se suman los que prevé la Ley Orgánica del Poder Judicial (jueces y fiscales, si bien únicamente en el ejercicio de su cargo), magistrados del Tribunal Constitucional y del Tribunal de Cuentas, vocales del Consejo General del Poder Judicial, miembros del Consejo de Estado, el Defensor del Pueblo y sus dos adjuntos. Además, en el ámbito autonómico hay los miembros de los Gobiernos y de los Parlamentos, defensores del pueblo autonómicos. A estos hay que sumar los más de 200.000 guardias civiles, policías nacionales, autonómicos y locales, también aforados ante las audiencias provinciales. Más de 200.000 en total.

Y no solo son muchos. Sus procesos provocan importantes disfunciones. Por ejemplo, cuando en un caso conviven aforados y otras personas que no lo son, y la sentencia de los primeros puede ser contradictoria con la de los otros, los no aforados suelen acabar también ante el tribunal especial que, si es el Tribunal Supremo, los dejará sin derecho a revisión en segunda instancia. En los casos de corrupción, su sola presencia obliga el instructor original a dividir la causa y enviarla a diferentes tribunales ante los cuales están aforados los imputados, con el consiguiente riesgo de defectos de forma que pueden acabar en absoluciones poco deseables. Y si a un aforado no le gusta su instructor y quiere otro, le basta con dimitir.

Luego están los indultos, como causa de extinción de la responsabilidad penal que supone el perdón de la pena, a diferencia de la amnistía, que supone el perdón del delito. La Fundación Civio ha llegado a crear una web llamada El indultómetro para que todo el mundo pueda acceder a los indultos concedidos desde 1996 hasta hoy: 10.158, 3.580 por delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico y 249 por delitos contra la hacienda pública, malversación de caudales públicos o prevaricación. Solo en 2012 se concedieron 534, cifra que empalidece frente a los 1.443 que otorgó de golpe el ministro Ángel Acebes en diciembre de 2000, con el pretexto del fin del milenio, la petición del Papa o el XXII aniversario de la Constitución.

Article publicat a El Pais (18/01/2014)

Deixa un comentari