La aporía republicana

Acaba de iniciarse una legislatura catalana compleja, tras unas elecciones que han deparado un escenario casi diabólico. Con todo, pese al error de cálculo cometido por Artur Mas con el adelanto electoral, la primera fuerza política, CiU, con 50 diputados, más que dobla en escaños a la segunda fuerza, ERC, su ya declarado aliado. Además, es lo cierto que la apelación del líder de CiU a una mayoría “excepcional” ha recibido un sonoro portazo.

Pero ni la menor legitimidad ni los menos votos y escaños obtenidos no impiden que CiU sea depositaria de un inequívoco mandato para formar Gobierno. En otro caso, la ausencia de combinatoria aritmética alternativa nos llevaría a un escenario a la griega, con unas más que probables elecciones a la vista. Y la helenización de la política catalana es la última cosa que podemos permitirnos. Por ese motivo, no resultan plausibles las demandas de relevo de Mas al frente de CiU. Ni CiU tiene sustituto hoy por hoy ni la federación nacionalista es el PNV, donde la separación de liderazgos orgánicos e institucionales convierten el lehendakari en algo más contingente.

Otra cosa es que el proceso soberanista emprendido por Mas haya quedado diezmado. No tanto porque el perímetro de los partidarios del derecho a decidir e incluso de la independencia haya menguado, puesto que se mantiene inalterable, con casi dos tercios del Parlament a favor de la consulta y un millón de votos de diferencia entre partidarios y detractores del Estado propio, sino porque suscita dudas en cuanto al método y la posibilidad de alcanzar a corto plazo la mayoría social necesaria. Resulta innegable desde ahora la singularidad del proceso: ni va a ser de partido único ni basado en un hiperliderazgo indiscutible, como en Quebec o Escocia.

Por lo demás, resulta obvio que la gobernación del día a día, con 50 escaños, pese al apoyo de ERC, no va a ser fácil. Las múltiples decisiones que adopta el Ejecutivo a diario y las decenas de votaciones de todo signo que se producen en sede legislativa obligan a una alianza estrechísima, sin margen para el temblor de piernas.

El vértigo de ERC, pues, resulta comprensible. Más, después de su injusta estigmatización como miembro del tripartito. Pese a compartir con CiU un horizonte colectivo ilusionador en forma de consulta, sabe del desgaste que supone el reducido margen de maniobra en el ámbito socioeconómico y de la erosión que suponen los recortes, pese al compromiso de aumentar impuestos (algo más de 1.000 millones de euros).

Mientras Cataluña no sea capaz de alterar las directrices masoquistas de la UE, y no veo cómo, la Generalitat deberá hacer frente, con los mercados cerrados, a un injusto objetivo de déficit del 0,7% PIB (por un 3,8% el Estado), con un techo de gasto que obliga a recortar 4.000 millones. Eso explica lo que para muchos es la aporía de los republicanos: apoyar al Gobierno y liderar la leal oposición.

No obstante, hay que reconocer a ERC el coraje de aceptar el reto. Seguramente, el delicado momento político exigiría un Gobierno amplio con el concurso de PSC y ICV-EUiA, por un plazo limitado, al estilo de la alianza entre liberales y socialdemócratas holandeses, con un programa de mínimos basado en la crisis y la convocatoria de una consulta. Pero Navarro, con toda legitimidad, está más interesado en reconstruir su identidad e intentar liderar la genuina oposición que en exhibir su vocación de partido de Gobierno.

Esperemos, como mínimo, que Mas acierte con un Gobierno de calado político y de amplio espectro: gestionar la miseria, con perdón, requiere peso y dotes de comunicación. Que se lo pregunten si no a Jordi Pujol, que en 1980, y con 43 diputados y dos aliados tan antagónicos como UCD y ERC, incorporó a su Gobierno consejeros de tradiciones políticas cercanas al PSC y al PSUC como garantía de estabilidad.

Article publicat a El País (19/12/2012)

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