Extemporáneos manifiestos federalistas

“En política, sólo se cambia cuando no hay más remedio. Las cosas deben empeorar para mejorar”. Esto decía no hace mucho el ex primer ministro de Sajonia Georg Milbradt en un debate sobre la España autonómica organizado por las fundaciones Konrad Adenauer y Jiménez Abad. Tanto es así que, ahora, con buena parte de Cataluña tocando a rebato, y el sistema autonómico hecho unos zorros y a punto de descarrilar, han empezado a proliferar distintos manifiestos de signo federalista o que postulan incluso una reforma constitucional en clave federal. Estas iniciativas se suman a algunas voces revisionistas surgidas incluso entre los sectores más jacobinos del socialismo español como José Bono o Alfonso Guerra, que justo ahora juzgan como un error la generalización del hecho autonómico y el café para todos.

Claro está que el contrapunto lo han puesto la FAES, negando la mayor, o el mismísimo Mariano Rajoy, quien, hace unos días, en una alocución en el Senado, ha insistido de forma imperturbable en que no iba a proponer ningún cambio en la llamada Cámara Alta para convertirla en la sala de estar del estado autonómico, la cámara territorial que debería ser y no ese remedo de cámara de los pares sin utilidad práctica alguna que es. Claro está que, por lo pronto, ya sabemos que no cuesta mucho esfuerzo modificar la Constitución cuando se trata de cargarse, entre otras cosas, la autonomía financiera de las comunidades autónomas si se trata de contentar con ello a los mercados y a frau Merkel. El acuerdo PP-PSOE aquí se alcanzó en 24 horas y el artículo 135 de la sacrosanta Carta Magna experimentó una liposucción indolora. Además, huelga decir que, en contraste con las mínimas y coyunturales modificaciones realizadas en la Ley Fundamental española, en Alemania se han llevado a cabo hasta 56 cambios desde 1949 y nadie diría que se trata de un país inestable, precisamente.

España dispone de un modelo autonómico con puntos de contacto con los sistemas federales en lo referente a la distribución de competencias, pero no de los tradicionales mecanismos federales de integración que cohesionan y dan transparencia a este tipo de sistemas. Tampoco se puede encontrar en la Constitución de 1978 una respuesta a aspectos cruciales como la financiación y la solidaridad, o sobre la espinosa cuestión de las balanzas fiscales, los flujos financieros o el techo competencial. Además, la autodeterminación no es reconocida constitucionalmente, entendida como derecho de un territorio del Estado a ejercer civilizadamente y de forma negociada su derecho a la separación, como en Quebec o Escocia, para el caso de que una mayoría se pronuncie claramente a favor de la escisión.

En todo caso, lo relevante es que el catalanismo considera ahora que el Estatut fue el enésimo intento de encontrar un encaje de esa naturaleza y que la defección de PP y PSOE, la ausencia de federalistas dignos de dicho nombre, y el portazo del Tribunal Constitucional demostraron que para encontrar En España algún federalista genuino habría que remontarse a la época de Pi i Margall, 140 años atrás. Además, la Constitución de 1978 permanece escayolada a consecuencia de los acuerdos de la Transición y de los pactos autonómicos de 1981 y 1992. Prueba de ello es que, cuando se plantea alegremente una reforma constitucional, se olvida el hecho de que sólo prever una redistribución de soberanía, ni que sea para conceder un poder originario a una parte del territorio del Estado en una unión auténticamente federal o confederal, exigiría una reforma por la vía agravada, de acuerdo con el artículo 168 de la Constitución: dos tercios, disolución del Parlamento, referéndum, nueva ratificación por mayoría reforzada… (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 12; STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 4).

Por eso, a la espera del resultado de las elecciones del próximo 25 de noviembre, el soberanismo, que ya es hegemónico en el eje del catalanismo, cree que ha llegado la hora de sustanciar un proceso de secesión, de buscar la máxima legitimidad democrática, que es la que otorgan las urnas, a través de un referéndum. Algo que fue posible en Quebec en dos ocasiones (1980 y 1995), en Montenegro o en Escocia en 2014. La diferencia radica, eso sí, en que Canadá y Reino Unido son dos países liberaldemocráticos de larga tradición pluralista. Han entendido que no pueden amordazar o enjaular una parte de su territorio y que quiere votar para decidir sobre su futuro como se ha hecho hasta 177 veces en 38 estados de EEUU, coincidiendo con las pasadas elecciones presidenciales y legislativas.

En España, no obstante, subsisten distintos obstáculos: el primero, que el sujeto de la soberanía es el conjunto del pueblo español y para decidir sobre el futuro de Almería hay que preguntar desde el Cabo de Gata hasta Finisterre. Segundo, que en caso de que no existiera ninguna objeción con la materia objeto de la consulta, sería igualmente precisa la autorización del Congreso de los Diputados, donde la actitud refractaria de los grandes partidos y el peso demográfico de la mayoría aplastaría cualquier posibilidad de referéndum convocado con la debida autorización estatal (art. 92 y 149.1.32 CE).

Por suerte, el sentido común dicta que por encima de las reglas constitucionales internas está la democracia y la legitimidad política que emana de las urnas. Esta es, sin duda, la principal consecuencia del proceso de juridificación internacional aparecido en torno a nuevas comunidades independientes en las dos últimas décadas, sobre todo a partir de la creación pionera de nuevos estados en el Este de Europa. En otras palabras, llegado el caso, en situación de bloqueo ante el inmovilismo de Rajoy y Rubalcaba, el cuerpo de Derecho Internacional Público debería permitir por la vía de hecho un gesto unilateral de secesión por vía referendaria. Éste tendría fuerza siempre que fuera la mayoría de los ciudadanos de este territorio la que expresara de forma clara la voluntad de crear un nuevo estado, con pleno respeto a los derechos fundamentales y sin violencia.

La Corte Suprema de Canadá entendió en 1998, después del referéndum quebequés de 1995 y a instancias del gobierno federal, que si una mayoría clara de los ciudadanos de Quebec optaban por la secesión, de acuerdo con el principio democrático (no según el derecho a la autodeterminación de los pueblos reconocido en derecho internacional), el propio gobierno federal y el resto de provincias tenían la obligación de negociar la separación. Esa misma doctrina fue acogida en una ley como la Clarity Act, que ha sido estandarte en Montenegro y hoja de ruta también en el Reino Unido, por parte del Consejo de Europa y del acuerdo Cameron-Salmond, respectivamente. Además de que ha sido asimilada por la Corte Internacional de Justicia de La Haya en el caso de Kosovo: “mayoría clara” es una participación electoral de como mínimo el 50% del censo en que se obtenga un resultado favorable a la independencia igual o superior al del 55% de los votos válidos emitidos.

Estos son los estándares internacionales. La cuestión es que, hoy por hoy, ni PP ni PSOE no contemplan siquiera remotamente esa posibilidad y amenazan con utilizar todos los recursos jurisdiccionales para impedir incluso que se mencione la palabra referéndum, porque eso sería tanto como reconocer la existencia de una categoría de entidad política diferenciada en Cataluña. Es en este momento de “choque de trenes” en que deberá entrar en juego el amparo o arbitraje de las instancias europeas o internacionales. Para ello resulta del todo indispensable que Cataluña haya sido capaz de ganar adhesiones, simpatías y establecido lazos en el exterior, mucho antes incluso de la celebración de un referéndum, con el fin de asegurar el apoyo de actores influyentes en la escena internacional que faciliten el proceso de reconocimiento de un hipotético nuevo Estado. Eso explica el periplo que Artur Mas ha iniciado esta misma semana en Bruselas, el corazón de Europa. No se olvide que la independencia de Eslovenia y Croacia se materializó gracias a la determinación de Alemania e incluso del Vaticano (debido al número de católicos croatas). En Montenegro, tanto la OTAN como la UE jugaron un papel decisivo. Y la independencia de Kosovo tuvo en todo momento su mejor aliado en EEUU. La UE puede inhibirse (e incluso contradecirse), aduciendo que no desea injerirse en “asuntos internos”. Pero siempre lo ha acabado haciendo. Y haciendo uso de la política y no de los Tratados, que poco o nada dicen al respecto de estas cosas. Recuérdese la reunificación de Alemania o la segregación en 1985 de Groenlandia y Dinamarca… Efectivamente, en política se cambia cuando no hay más remedio.

Article publicat a Publico (09/11/2012)

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