Mas y la ‘doctrina Alejandro Sanz’

Madrid debería actuar con madurez y, si quiere, torpedear políticamente con argumentos este proceso en las urnas

Después de sepultar el pacto fiscal, a Artur Mas no le quedaba más remedio que anunciar ayer una inminente convocatoria de elecciones de corte plebiscitario, con el trasfondo del debate sobre la independencia. Otra cosa es que su deseo, expresado con cierto tono épico, de no volver a presentarse si Cataluña consigue “los objetivos nacionales que decida” (léase un referéndum) apenas enmascara el cálculo electoralista que late. No en vano, Mas aprovecha la ventaja competitiva que supone pillar al resto de las fuerzas políticas con el pie cambiado. Pero, insisto, las elecciones eran insoslayables. Si a Rajoy se le exige, y con razón, un referéndum o elecciones por dar la vuelta a su programa como un calcetín, también Mas, que compareció ante los electores con el gran anzuelo electoral del pacto fiscal, debe presentar nuevas credenciales para el próximo ciclo político.

Además, parece indiscutible que nos hallamos ante una nueva etapa. Con tantas incertidumbres como se quiera, pero marcada por la insólita audacia de CiU de proponer avances hacia el Estado propio después del enésimo encontronazo del catalanismo con el aparato del Estado. La determinación y el discurso sobrevenido de Mas, con tantos eufemismos como se quiera, no deja de ir al compás de un fenómeno nuevo: la creciente centralidad social de un movimiento soberanista que, como se vio en la manifestación del 11-S, es cada día más burgués, se halla copado por una clase media que es la que enarbola el estandarte. Y todavía más. Lo que antaño podía parecer reactivo, testimonial e incluso hilarante a muchos, ahora es lo más transversal, interclasista e intergeneracional del mundo. Además de que en el exclusivo eje político catalanista es indiscutiblemente hegemónico.

La pregunta subsiguiente es: ¿y después qué? Pues el siguiente paso, si es que hace consenso entre la mayoría de las fuerzas del Parlament, debería ser una consulta sobre el futuro estatus de Cataluña, al estilo de Quebec, Montenegro o Escocia. La legalidad internacional ya ha amparado recientemente algunos supuestos y fijado incluso las reglas del principio democrático por excelencia. En este eventual contexto, debería imponerse la negociación política, aunque sea a regañadientes como hace Cameron en el Reino Unido o antes los federalistas canadienses.

Claro que en el otro extremo puede oponerse a todo ello que el ordenamiento constitucional español no lo permite y que se requiere la modificación por una vía tan rígida como “imposible” del artículo 2 de la Carta Magna, el de la “indisoluble unidad de la nación española”. Así lo ha hecho en estas mismas páginas el colega, amigo y admirado Javier Pérez Royo. Aun a sabiendas de que para ello se precisa una mayoría de dos tercios de las Cortes, su disolución, la convocatoria de elecciones, la ratificación también por dos tercios y un ulterior referéndum… O peor todavía, puede insistirse de forma un tanto peregrina en que para decidir el futuro de los catalanes hay que consultar a todos los españoles, desde el cabo de Gata hasta Finisterre. Pero todo ello me sugiere la estampa de aquel niño que intuye el peligro y se cubre el rostro con las manos, para no verlo. Hay quien no quiere ver que el gran cambio experimentado por el derecho internacional de secesión es que, como puso de relieve la Corte Suprema de Canadá en 1998, lo legítimo hoy en día es la voluntad democrática de la mayoría. Y eso no se puede ni desconocer ni desvalorizar, y menos lanzando una Constitución escayolada a la cabeza de Cataluña.

Como Ottawa o Londres, Madrid debería actuar con madurez democrática, como todo Estado de tradición pluralista, y tratar, si quiere, de torpedear políticamente este proceso con argumentos, en las urnas. Incluso con malas artes. Pero nunca con un veto. Debería actuar como Alejandro Sanz ayer en TV-3: “Me daría penita, pero estamos en una democracia”.

Article publicat a El País (26/09/2012)

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