Más que un anzuelo o una gran mentira

El siguiente e inevitable paso tras el fracaso del pacto fiscal será preguntar a los catalanes qué quieren para el futuro

Con sus más y sus menos, el amplio acuerdo que se prevé se produzca hoy mismo en el Parlament acerca del llamado Pacto Fiscal demuestra al menos que todas las fuerzas políticas catalanas están de acuerdo en que el vigente sistema de financiación de la Generalitat debe cambiarse, ya que proporciona a Cataluña unos ingresos insuficientes que no se corresponden ni con el nivel de renta ni con la riqueza del país, además de que genera un déficit fiscal excesivo.

Con dicho acuerdo, además, culmina un período de casi dos años en que la agenda política se ha visto hegemonizada de forma asfixiante por un problema sin duda vital y acuciante, pero que en manos de CiU ha devenido hábilmente en un legítimo anzuelo electoral y en un persistente debate que, en ocasiones, ha enmascarado otras cuestiones de la agenda como la crisis económica o la magnitud de los recortes. Ahora, las prisas obedecen a lo apremiante del calendario. Se acerca la hora de la verdad. En 2013 deberá negociarse el nuevo modelo.

Hasta aquí, con todas sus vicisitudes, la parte positiva de la historia. Porque, por lo pronto, ya se sabe que la voluntad política de PP y PSOE es nula al respecto de aceptar algo parecido siquiera remotamente a la propuesta catalana. La complicidad de la mayoría de comunidades autónomas va a ser inexistente. Por lo demás, el contexto económico es el menos propicio. Todo apunta pues a un previsible fracaso. Hasta el punto que, para muchos, este asunto habrá sido la gran mentira, la mayor superchería política de los últimos años.

En este contexto, la disyuntiva para CiU como patrocinador del debate es, o bien, en línea con su proverbial pactismo y en alas de la inercia histórica que le lleva a entenderse con los sucesivos gobiernos españoles de cualquier signo político, intentar sublimar un acuerdo a la baja, consistente, pongamos por caso, en la cesión de un mayor porcentaje de impuestos y en una Agencia Tributaria consorciada, algo que ya es un mandato estatutario. Y todo ello, con la ayuda de los resortes de la sociedad civil y de los grandes prescriptores mediáticos a su alcance. O bien, defender a ultranza el modelo acordado por el Parlament y, ante el encontronazo, convocar elecciones y dar el pistoletazo de salida a una nueva etapa política llena de incertidumbres pero con la obligación para todos de poner todas las cartas sobre la mesa.

La primera de las opciones se me antoja difícil, aunque no imposible. Las cosas han cambiado. El tradicional electorado de CiU no parece dispuesto a aceptar tamaño engaño, pese a la presión por parte de poderosos sectores económicos y financieros del país. Los mismos que abortaron de salida el Estatut y precipitaron el acuerdo Mas-Zapatero, ahora liderados por el refractario Cercle d’Economia de Josep Piqué. Del mismo modo, puede decirse que hoy en día las aspiraciones de mayor autogobierno de la sociedad catalana van muy por delante de algunos partidos políticos como el PSC, tan temeroso de asustar al gallo como de acariciar la gallina. En consecuencia, cualquier solución que no suponga un claro progreso crearía mayor desafección.

La segunda de las opciones nos conduce, es verdad, a un ignoto terreno. Los planes B, se suele decir, no se explican. Pero me temo que aquí nadie tiene un plan B. Lo único seguro es que después de llegar hasta ahí, si se mantiene al menos el consenso en la trinchera catalana, y no como sucedió con el Estatut, el fracaso no será privativo de CiU, sino que a ojos catalanes será mayormente imputable a la cerrazón del gobierno español. Entonces, el siguiente e inevitable paso será preguntar a los catalanes qué quieren para el futuro. Y ahí, todas las opciones permanecen abiertas.

Article publicat a El País (25/07/2012)

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